viernes, abril 21, 2006

EL INCREÍBLE ASTILLERO DE CALLE ROBLES



Félix Bustos vivía en calle Robles entre Freire y Las Heras. Un tipo flaco, huesudo, tez blanca, colorín y abundante mostacho del mismo tono. Algo corto de genio, mejor dicho gruñón, ¿lo recuerda usted?. Este Félix soñaba con disfrutar a sus anchas con toda la familia de la bahía de Penco, que para él era un lago. Quería navegar por toda la costa o hasta donde le fuera posible. Lo ideal sería poder pasar una temporada completa a bordo.

El único camino para materializar el sueño sería construir una embarcación a la que habría que instalarle un motor. Y para ese fin le retiró la máquina a un camión viejo. ¿Qué hizo Félix? Pues, se puso manos a la obra. Estaba influido por historietas de aventureros que vivían en pequeños barcos en ríos y lagos, enfrentando situaciones fantásticas y que publicaban revistas para niños: El Simbad o El Peneca.

Bustos tenía un tremendo patio que daba a la calle. Su casa de madera estaba al fondo y atrás, su taller donde trabajaba de mueblista, el oficio que le permitía subsistir. De modo que el astillero lo instaló cerca de la reja que daba hacia Robles. Sin asesoría náutica, pero cargado de intuición, Félix trabó las cuadernas, ensambló las maderas con clavos de cobre y construyó su nave como el patriarca Noé. Se tomó su tiempo y al cabo de un año o más, la embarcación estuvo terminada.

Usó pintura verde. Varios galones se necesitaron para cubrir el casco, la cubierta y el compartimiento del capitán, elevado bajo el palo mayor. Dicen que por dentro había una pieza que servía de cocina, un comedor y camarotes, porque la embarcación tenía como diez metros de eslora y una buena altura.

En el astillero del patio de su casa, Félix controlaba cada día su proyecto y verificaba que todo fuera los más seguro posible, no en vano tenía varios niños chicos. Cuando su obra estuvo lista, usó un coloso para transportar su nave a lo largo de la calle Robles hasta la playa. Con la ayuda de muchos cruzó la línea férrea y la depositó en la arena. La embarcación, como un canario recién salido del huevo, quedó mirando con su proa hacia las quietas aguas de Penco.

Félix debió estar exultante al ver su obra lista para salir a la mar. Calafateó el casco con arpilleras y kilos de masilla. Un domingo de febrero de 1957 le dio el último toque antes de empujarla al agua: le inscribió el nombre Agustina. Y ¡ya! la nave fue botada al mar.

A bordo subieron su mujer, sus cinco hijos y dos hermanos. Cargó con bencina el estanque que alimentaría el motor, dispuso de cinco garrafas de agua potable, harta comida y zarpó. El destino del viaje inaugural fue Dichato, hasta donde llegó siguiendo la línea de la costa. Dicen que Félix gozaba como un niño a los mandos de Agustina y que su mujer le seguía el amén.

Uno de sus hijos que participó de este viaje contó detalles de cómo fue esa navegación, aunque al término de su relato más bien pareció ser una odisea. Félix condujo bien la embarcación siguiendo rumbo norte. Al mediodía Agustina con su tripulación y pasajeros pasó cerca del cabezal del antiguo muelle de Lirquén. El capitán de puerto no podía entender de dónde salió una embarcación de esas características y sin matrícula. La nave siguió su marcha y al poco rato alcanzó Punta de Parra. Como el capitán quería llegar luego a su destino, Dichato, enfiló directo a Punta Cocholgüe. Hasta ahí todo tranquilo. Los problemas comenzaron desde ese punto en adelante, donde la isla Quiriquina deja de prestar protección. El fuerte viento del sur oeste agarró de lleno al Agustina por estribor y comenzó el bamboleo. Las olas eran enormes y mecían sin suavidad a la embarcación. Félix tuvo que apelar a todo su valor para controlar el timón y evitar que la marejada lo arrojara contra las rocas. Los niños fueron los primeros en marearse vomitando por todos lados. Agustina no pudo cocinar porque primero tenía que afirmarse de donde fuera para no caer y rodar por los pasillos. Luego de varias horas en esta condición la nave entró en la rada de Dichato. Unos pescadores ayudaron a los mareados pasajeros para bajar a tierra. Ya nadie más quería navegar de regreso a Penco. 

La nave pencona volvió tres días más tarde. Todos de un salto en la arena y a sus labores habituales. La embarcación quedó varada en la playa y al cabo de varios meses comenzó a deteriorarse. Félix se olvidó de ella y tres años más tarde Agustina era una embarcación sin vida, sin futuro y en el más absoluto abandono, tumbada en la tierra cerca de la cancha Gente de Mar, incapaz de volver a navegar. Sus maderas se pudrieron y ningún pescador de Penco o Cerro Verde se interesó por ella, porque no servía para faenas. Agustina no fue construida para trabajar, sino para cumplir un sueño.

Félix se dio el gusto, pero también se enfrentó al trago amargo de la realidad muy diferente a las historietas de El Simbad. Sin duda, por eso nunca más volvió al mar. Me dijeron que hace muchos años se fue de Penco con su familia para radicarse en Buenos Aires.
(Por Nelson Palma)

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