Ocurrió hace 25 años. Don Segua vivía en Caracas donde se había trasladado desde Penco. Se instaló en la capital venezolana, como muchos chilenos que se vieron obligados a abandonar el país y buscar horizontes después del 11 de septiembre de 1973. Al quedar cesante en Cholguán intentó sin suerte volver a Fanaloza, donde antes de irse a las maderas prensadas había trabajado como electricista. O sea, estaba con los brazos cruzados y con el temor vivo y real de ser detenido. Por lo tanto tuvo que dejar su familia y su casa, una linda propiedad con vista al mar en alto Cerro Verde y partir solo a Venezuela. Ya instalado en Caracas tuvo que trabajar duro, pero le fue bien. Logró juntar algo de dinero, adquirió un departamento y se compró un Cadillac de segunda mano.
Cuando la cosa comenzó a normalizarse, venía a Penco una vez cada dos años. En reuniones familiares y de amigos, don Segua contaba historias venezolanas. Decía, por ejemplo, que una vez cruzó en bote el río Orinoco infestado de pirañas hambrientas que perseguían la embarcación por si algo comestible caía. Afirmaba que él se sujetaba firmemente del borde del bote para no convertirse en alimento vivo de esos voraces peces carnívoros.
En otra oportunidad contó que se aventuró en la llanura del este venezolano y que vio de cerca una anaconda gigante, escondida entre la espesa hierba de un humedal. Dijo que se quedó paralizado de espanto y que el animal se alejó sin fijarse en él. Porque decía que así cazaban las anacondas a sus víctimas. Esos reptiles, según el relato de don Segua, aprovechaban que sus presas quedaran inmóviles por el terror y ¡zas! se las engullían. Fue honesto en señalar que nunca vio a una anaconda en plan de caza, pero que oyó historias horripilantes de personas siendo devoradas aún con vida por esos ofidios.
Los vecinos de Penco movían la cabeza sorprendidos al oír las historias que traía don Segua de tan lejos. Sin embargo, lo que no creyeron jamás fue la promesa que les hizo una noche. Les dijo que vendría a Penco en su auto, el Cadillac con dos años de uso que se había comprado en Venezuela. Imposible, le dijeron sus amigos. Estás loco. Caracas está en el hemisferio norte. Imposible.
Tal como lo afirmó, dos años después don Segua les tapó la boca a los incrédulos. Al volante de un vistoso Cadillac coludo de color verde botella, con registro de Caracas, llegó a Penco. El auto cruzó frente a la puerta del recinto de la Refinería, siguió por calle O’Higgins, Talcahuano, Las Heras, pasó frente a la plaza. La gente se daba vueltas a mirar ese vehículo tan exótico con una patente nunca vista. Don Segua guió su auto por Infante, cruzó la línea férrea, entró en el camino a Cerro Verde y cuando llegó a la calle principal de la población comenzó a hacer sonar la bocina tatatá-tatatá-tatatá. Don Segua había llegado a Penco directo desde Caracas y en auto propio.
Esa misma noche contó en resumen todos los percances que debió sufrir y sortear en el penoso raid de Venezuela a Penco. Seis mil kilómetros sentado al volante cruzando selvas, fronteras, aduanas, campos de guerrilleros, zonas de alta peligrosidad, caminos de tierra, de ripio, barriales. Durmiendo en hoteles, en moteles, en casas de pensión o en el Cadillac. Luego de pasar ese verano en Penco, don Segua regresó a Caracas usando el mismo medio. Años después contó que cuando llegó a la capital venezolana se bajó del Cadillac en un supermercado para comprar bebidas. Cuando regresó, se dio cuenta que le habían robado su auto del que no supo más. En ese mismo lugar don Segua juró que jamás intentaría repetir la gracia de viajar a Penco en auto.
(Estimado lector: Debí resguardar el nombre completo del protagonista de este relato, porque no lo pude ubicar para solicitar su autorización).
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