martes, diciembre 15, 2009

EL PINO DE NAVIDAD EN PENCO


          En Penco el aroma del bosque se metía en las casas y permanecía adentro todo el verano. La brisa del campo entraba por estos días de diciembre, cuando los niños llegábamos con el árbol de Navidad recién cortado. Entonces el aroma recorría todas las piezas, los rincones y escondrijos de la casa.
Ir a buscar el árbol de Navidad era una fiesta. Salíamos en grupos de cinco o de diez. Muy temprano recorríamos los bosques por el cerro Copucho o nos metíamos entre los pinos que crecían a las espaldas de Villarrica. Había árboles para regodearse.
         Se requería tener buen ojo para cortar el árbol preciso: no muy alto, no muy grueso, simétrico por donde se lo mirara, con un cogollo proporcional a las ramas, las hojas debían ser tiernas no rígidas. Con esos criterios en la mente, era seguro que los buscadores de árboles de Navidad podríamos regresar con el mejor ejemplar al hombro.
      Dejar el árbol dentro de la casa incluía la presencia de cuncunas, mariposas, arañas, chinitas y palotes, bichos que habían elegido justamente ese pino como su hogar. Los portadores de esos árboles enfrentábamos un percance esperado: la camisa embadurnada completamente de resina. Esta rutina del árbol de Navidad tenía una segunda etapa. Había que salir con una bolsa derechito a la playa a buscar arena. Con ese ingrediente se plantaba el árbol dentro de un balde.
         Después venía la ceremonia de engalanar el pino. Motas de algodón para que se viera nevado, guirnaldas de papel celofán y globos de todos colores (muchos reventaban por las agujas de las hojas). En algunas casas vecinas vi que al pinito le colgaban cerezas corazón de paloma. Alguien que hubiera llegado a Penco desde Atacama pudo pensar entonces que así serían los cerezos. Bien, había una competencia no declarada en el vecindario del árbol más bonito o más original.
         En todas las casas un pino fresco era el centro de las miradas en Nochebuena: el olor fresco de las hojas y la resina inundaba las narices como si de una esencia exótica se tratara. El pino de Navidad permanecía hasta fines de enero. El paso de los días y el calor iban mermando el aspecto y modificando el aroma del árbol. Cuando lo retirábamos terminaba de resecarse en el patio, quedando en la casa por un buen rato el rico olor de hojas color ocre. Y el próximo mes de diciembre, el ceremonial se repetía.

1 comentario:

Unknown dijo...

Lindo testimonio de recuerdos que se atesoran.