El Chelín, me escribe un lector. Acuérdese del Chelín. Claro, me acuerdo de él. Era un vendedor ambulante de verduras, que vivía en un conventillo de calle Freire. Un hombre pobre, solitario. El Chelín tenía una complexión delgada, pelo crespo y sucio, caminaba encorvado. Tosía y escupía constantemente. La gente decía que era tísico. Por su aspecto, se trataba de un hombre enfermo. Pero, la enfermedad no mermaba su coraje por ganarle a la vida y correteaba por las calles de Penco voceando su verdura. La tuberculosis le había robado el vozarrón por lo que su oferta sonaba aguda como un chillido o una letanía “¡perejil, cilantro fresco, orégano para la cazuela!”. Después uno se preguntaba ¿cuánto tiempo haría que el Chelín no probaba una cazuela? Porque era flaco, esmirriado, los pantalones casi se le caían.
Cuando iba por las calles gritoneando sus verduras daba la sensación de ir siempre apurado, como que iba a perder la movilización si no hacía las cosas rápido. El Chelín tendría unos 50 años, ¿cómo se llamaba? ¿lo supo alguien?
Como un pencón proveniente de los campos no era inmune a las tentaciones locales: el vino. A veces se lo veía durmiendo la mona cerca de una cuneta, con su inseparable canasto de mimbre al lado. Cuando despertaba de esas borracheras terribles, su enfermedad del pulmón le pasaba la cuenta. Se arrinconaba a las murallas para toser por largos minutos y escupir.
El Chelín fue un testimonio de la pobreza de Penco y de esfuerzos sin recompensa. No obstante, con todas sus limitaciones luchó, nunca se lo vio pidiendo limosna. Él fue un emprendedor de la nada, un hombre sin recursos que vendió verduras hasta el final aunque hubiera sido nada más que para financiar el único placer al que podía acceder con las pocas monedas de sus ventas: una caña de vino agrio en la bodega de don Leopo, al lado de la vía férrea. Y después toser, toser y toser hasta morir.
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