sábado, diciembre 26, 2009

LA NOCHE EN QUE LUIS DIMAS DESAFIÓ A UN PENCÓN

Esa noche no había viento y la lluvia caía persistentemente en la ciudad escasamente iluminada por las débiles ampolletas incandescentes del alumbrado público. Las veinte personas que nos habíamos reunido en el gimnasio de Fanaloza esperábamos aplaudir al rey: Luis Dimas.
 
¿Por qué había tan poca gente para ver en vivo a la estrella del rock del momento? Fue la misma pregunta que se hizo el artista cuando miró el recinto vacío desde detrás de las cortinas del escenario. Para entonces yo me sentía seguro de poder identificar a las veinte personas que formábamos la audiencia: estaban los hermanos Cuevas, taxista el mayor; el “Facha”, el Juan y el Orlando Salazar; varios colados; un celador de Fanaloza y punto. Nadie más.

La cortina no se abrió jamás, por lo que el recinto permaneció semi a oscuras, con la sola iluminación mortecina pegada al techo. Un locutor informó que Luis Dimas había suspendido su actuación en Penco por razones de fuerza mayor. La misma voz invitó a los presentes que acudiéramos a la ventanilla a retirar el valor de las entradas. Ahí me di cuenta que los colados eran varios porque salieron el recinto sin acercarse a que les devolvieran la plata.

Fue en el pasillo embaldosado del gimnasio que nos percatamos que Luis Dimas salía junto con nosotros. ¿Por qué no cantaste?, le preguntó patudamente el taxista. ¿No te debes a todos nosotros, ah?, lo siguió provocando Cuevas, el mayor. Dimas se acurrucó en su abrigo de cuello subido y avanzó rápido a la salida, sin responder. Bajó las escalinatas de la puerta y cruzó el puente peatonal que antiguamente unía al gimnasio con la calle Penco.

Hasta ahí lo siguió Cuevas y un grupo de seis personas, entre las que me encontraba. ¡Dinos, pues, por qué no actuaste!, prosiguió agresivo el taxista. Dimas miraba por la calle Penco hacia arriba. Esperaba que lo recogiera un auto, que lo había venido a buscar de Concepción. La lluvia se hizo más densa y por la falta de viento era posible percibir el olor del mar.

Dimas que estaba solo sin sus músicos que se habían ido en otro medio a la ciudad penquista, se dio vueltas, miró a sus fans mojados y decidió enfrentarlos. ¡Mira, viejo –le gritó a Cuevas, el mayor de los hermanos presentes— yo no puedo actuar para diez pelagatos. Un artista de mi categoría necesita actuar para unas cien personas como mínimo! Cuevas el taxista se quedó sin argumentos. Sin embargo, volvió a la carga: ¡Pero, pagamos nuestra entrada, por lo tanto tienes la obligación de actuar! Dimas le respondió: ¡Tienes razón, viejo. Pero, ponte en mi lugar con esta recaudación no alcanzo ni a pagar a mis músicos!

Antes que Cuevas respondiera, Dimas lo desafió: ¡Anda, busca a cien personas, las metes en el gimnasio y actúo, aunque no me paguen ni un peso. Pero tenís que reunirlas ahora, altiro!

Cuevas el taxista nos miró, éramos ocho. El resto, es decir los colados se habían ido. Nunca se interesaron en la polémica farandulera ahí en calle Penco. Era casi la media noche y llovía cada vez más fuerte. El taxista movió la cabeza y miró en todas direcciones, estaba dispuesto a recoger el guante y obligar al cantante a cumplir su palabra. Pero, no andaba ni un alma. La gente se había recogido a dormir temprano. Donde había alguna posibilidad de juntar a unas doce personas sería en el Capri, el restaurant de calle Freire donde los parroquianos permanecían hasta la madrugada. Pero, eso era difícil. En eso llegó el auto. El artista lo abordó y desde el interior le gritó a Cuevas ¡Junta a la gente puh viejo!. El auto arrancó y Cuevas hizo las veces que recogía una piedra para lanzarle al auto en marcha. Al final nos miramos los ocho fans, Cuevas movió la cabeza frustrado. Calabaza, calabaza. Era una noche de junio de 1968.

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