Por las razones que hubieran tenido las autoridades de Penco de esos años, se decidió establecer el cementerio en el sitio que ocupa actualmente. Se abrió un espacio en la ladera del cerro rodeado de bosques –porque así debió ser--, y comenzaron a llegar los deudos con los primeros difuntos. El perímetro estaba abierto, por lo que se podía entrar por cualquier parte. Como un cerco de alambres de púa era insuficiente, se planteó la opción de construir nichos, los que servían de muro. Sin embargo, estos muros siempre presentaban grandes brechas creadas por los sucesivos temblores y terremotos.
El cementerio estaba a cargo de la parroquia pencona, en tanto católico el recinto excluía a los difuntos que habían profesado otro credo dentro del cristianismo. Este hecho creaba problemas. ¿Dónde sepultar a los evangélicos? Algunos eran enterrados inmediatamente afuera del perímetro, a la espera de una reconsideración. Algunos se quedaron ahí para siempre.
Pero, éste no es el tema de esta nota. Es un intento por recordar cómo el pueblo de Penco rememoraba a sus muertos cada Primero de Noviembre. En los años cuarenta y cincuenta, el cementerio estaba semi rodeado por el flanco sur y poniente de tupidos bosques de pino. Sólo las perspectivas del norte y el oriente permanecían despejadas. El viento se colaba entre los encumbrados pinos creando ese sonido típico, como un susurro lúgubre. Para ir al cementerio había que subir por un camino estrecho que cruzaba el bosque. En los descansos, con cruces clavadas en los troncos de los pinos, el sonido potente y triste del viento creaba el clima psicológico adecuado que precedía la llegada a un cementerio. Un dicho popular de entonces, algo cruel, para señalar que alguien estaba próximo a la muerte era: “está listo para irse al fundo los pinos”.
Sólo dos veces al año los niños de Penco se levantaban antes que rayara el sol: para ir a la murtilla en Semana Santa y para visitar el cementerio el Primero de Noviembre. Había competencias: quién llegaba más temprano al lugar. Lo curioso era que aquellos competidores de madrugada tan pronto alcanzaban su destino se percataban que ya había gente arreglando las tumbas y floristas exhibiendo sus ramos en la puerta principal.
El cementerio se convertía en un paseo para visitar las tumbas de seres queridos y de amistades idas de este mundo. En los callejones se desarrollaba una intensa actividad social. Allí se encontraba gente que no se había visto por largo tiempo. Los bosques que rodeaban se convertían en un espacio de esparcimiento, donde centenares de familias hacían picnic y pasaban la festividad compartiendo con los demás, luego de haber dejado flores.
Los bosques permitían protegerse del potente sol de noviembre, los niños correteaban entre los pinos y los más grandes aprovechaban las pendientes como toboganes para deslizarse en “chalacas”. Los árboles dejaban algunos espacios suficientes para improvisados partidos de fútbol, en los que tomaban parte todos los familiares.
Junto con lo anterior florecía un comercio informal. Dueñas de casa se convertían en entusiastas cocineras de sabrosas empanadas fritas. Pero, el producto que más se vendía eran las nalcas, unos tallos muy finos y delgados a los que los campesinos añadían pequeñas porciones de sal.
Tan informales eran estos comerciantes improvisados que no era de extrañar oír ofertas como la siguiente: “Vengan niños a comprar, prueben la novedad del día a diez pesos: nalcas con sal o si quieren también tengo dulces con azúcar”.
Así transcurría el Primero de Noviembre alegre y en familia, en que todo Penco se convertía en una enorme familia reunida en torno a los recuerdos y a las imágenes no olvidadas de seres queridos.
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