sábado, mayo 28, 2011

... Y PENCO NO TUVO COMPASIÓN

Se levantó, se puso sus pantalones anchos y sueltos con dobleces hacia afuera a la altura de los tobillos. Se ajustó la vieja correa que le servía de cinturón por debajo de las tetillas  y en el baño se miró al espejo. Tenía los ojos chicos y unas protuberantes bolsas bajo las pestañas inferiores y también sobre las superiores. Una peineta le ayudó a ordenar su pelo mojado, el que a los pocos minutos se separaba justo en la mitad de la cabeza hacia los costados. Era un tipo chico de un metro sesenta, pero ancho como una cómoda. No tenía pinta, pero sí mucho carácter. De no haber sido así no habría sobrevivido en un pueblo sin compasión. Su físico y su aspecto no daban para una segunda mirada. Si se hubiera puesto una guerrera verde abotonada hasta el cuello, lo habrían confundido con un rozagante dirigente chino de la revolución cultural.

Con esa rutina comenzaba cada día. Trabajaba en el muelle de Lirquén cargando y descargando buques mercantes, porque nuestro personaje tenía matrícula de estibador. Se echaba encima su chaquetón de castilla y comenzaba a bajar por la calle Maipú hacia la playa. Su casa solitaria quedaba abandonada, su cama desordenada y junto con el ambiente de encierro, un reseco olor a vino descorchado días antes. Porque en esa casa de calle Cruz sólo vivía un morador. Tampoco se le conocían familiares.

Aquella mañana estaba fría en Penco y una bruma espesa envolvía la ciudad. Respirar el gélido vaho matinal pelaba el gaznate. A causa de la densa neblina, tan propia del invierno local, nadie se veía por las calles. Pero, si la gente no se veía, sí era posible escucharla. Porque estaba en todas partes, detrás de las puertas de sus casas, detrás de los árboles, detrás de los postes del tendido eléctrico, detrás de las ventanas encortinadas de los segundos pisos. En eso, entre la masa informe de la bruma, una voz ronca e irreverente, proveniente de ninguna parte, gritó de súbito:

--¡Cuco!--

Silencio y algunas risas difícilmente contenidas.

El aludido, nuestro personaje de Penco, se detuvo en la niebla, molesto y humillado gritó fuerte para quien quisiera oírlo:

--¡Tu abuelo será cuco, desmantelado de mierda!--

Las risas estallaron por todas partes.

Claro, no era la primera vez que nuestro personaje oía esa palabra que él asumía como un sobrenombre suyo. Irrespetuosamente le gritaban “¡Cuco!” en las circunstancias menos esperadas. La niebla de esa mañana ayudó a ocultar la identidad del ofendedor. Aquel, desternillándose de la risa, escuchó la estentórea respuesta junto con mucha gente que a esa hora de la mañana estaba con la oreja parada.

De vuelta del trabajo, la misma cosa. Nuestro personaje oía de nuevo gritos cobardes, imposibles de ubicar. “¡Cuco!, ¡Cuco!, ¡hola, puh Cuco! Anoche te vieron donde la tía Olga, Cuco!”
Y la desagradable rutina seguía. El hombre se detenía en su rápida caminata y lanzaba quemantes y airadas respuestas en cualquiera dirección:

--¡Sí y no te pedí plata a vos, atorrante, muerto de hambre!--

Y se oían las risitas burlonas, como un coro. Y entonces, nuestro hombre con gran dignidad retomaba su marcha de pasos cortitos, caminado como Charles Chaplin, contoneándose por el ritmo de su esmerada caminata.

Pueblo sin Compasión, interpretado por Gene Pitney.
Las mujeres de Penco, solteras y en edad de merecer, lamentaban que Cuco fuera tan feo --según ellas--  porque el hombre tenía plata y eso claro que lo hacía interesante. Pero, resultaba impensable para ellas trabar amistad con un personaje tan poco favorecido por la madre Natura --según ellas--. Entre el vecindario también surgían mitos con respecto al Cuco ¿en qué gastaba su plata? Bebía con pocos amigos en las cantinas. Pero, ese gasto era ínfimo para el dinero que recibía. Había una sospecha: mujeres. Decían que cuando andaba generoso se iba a Concepción donde la tía Olga donde hacía zumbar la plata. Algunas mujeres de Penco que oían estas historias amplificadas, por cierto, ponían cara de asco o por la conducta de Cuco de ir a ese lugar o por el valor de las sobrinas de la famosa tía que tenían que hacer de tripas corazón para agradar al platudo estibador.
La mayoría de los pencones de esos años conocía al Cuco porque lo veían caminar rapidito por las calles, detenerse súbitamente para responder con justificada ira las anónimas ofensas que le gritaban. Para ese efecto profería gruesas palabrotas que él lanzaba mirando al vacío.

Recientemente supe que murió hace años solo en su casa de calle Cruz. Me dijeron también que un ex alcalde se preocupó que alguien le diera un poco de agua y le prestara atenciones en sus últimos días. Cuando falleció, el edil corrió con los gastos del funeral y después vendió la casa y sus enseres para solventar los costos en los que incurrió por la enfermedad, el velatorio y el sepelio. Ironías de la vida, me dijeron que tiene una linda tumba en el cementerio pencón. Para algunos, una tardía forma de justicia para quien debió convivir con aquel mordaz e indigno sobrenombre.

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