La cancha de Gente de Mar en la actualidad. |
Esa mañana
de sábado del mes de julio de 1958, alrededor de las 9, oí los cascos de un
caballo acercarse a la puerta de mi casa. El jinete golpeó con los nudillos de
su mano la venta. Me asomé y vi un caballo negro montado en pelo por mi amigo,
Julio César Arriagada. Quien con amplia sonrisa me dijo: “el partido comienza
en veinte minutos. Apúrate, toma los chuteadores y ven. Te espero.” Era cierto,
la noche anterior fui a ver la programación que se desplegaba todos los
viernes en la ventana de la Federación de fútbol de Penco. Mi nombre estaba en
la lista. El partido era el sábado a las 10:00 horas en la cancha de Gente de
Mar. Atlético, mi equipo, enfrentaba en ese recinto a Fanaloza, en segunda y
primera infantil y juveniles. Me vestí rápido, sin siquiera ir al baño para una
ducha, ni para el cepillo dental ni menos para un desayuno: la responsabilidad
de defender al Atlético estaba primero. César me esperaba en la calle arriba
del caballo, yo, con los botines en la mano y nada más salvo lo puesto. Mi amigo
estiró su mano y me dio un impulso. En un segundo los dos estábamos a caballo. Al
trote del rocín nos dirigimos a la playa. Allí estaban todos los muchachos y el
público que comenzaba a poblar el borde de la línea, mientras otros miraban
desde la arena esperando también los botes de los pescadores que regresaban de
una noche capturando merluzas en la bahía. Don José Riquelme, nuestro mandamás
en el club, intuía que sus dirigidos podrían atrasarse por eso enviaba
emisarios a buscarlos a sus domicilios. En mi caso, esa misión la cumplió César
Arriagada en el caballo de un amigo del club de nombre Cayo.
Con el frío
de espanto de esa mañana de julio, el cielo despejado y un sol invernal, los
jugadores nos desvestimos y nos pusimos los equipos ahí en la arena, detrás
de unos botes varados. (No había camarines). Nuestra ropa la envolvimos como unos ovillos y la escondimos (como lo hacían los demás) en los castillos de proa de las embarcaciones recostadas en la
arena. El equipamiento lo proporcionaba en club Atlético. Don José y sus
ayudantes distribuían las camisetas azules de algodón con una banda blanca en
el pecho y los pantalones blancos. Las medias de lana y los chuteadores eran
una cuestión personal, los aportaban los jugadores. Cuando sonó el primer silbato del
árbitro enviado por la federación, los equipos ingresamos desde la playa a la cancha. Al
caminar hacia el centro del campo, los jugadores nos afirmábamos los pantalones
ajustando el cordón y haciéndole una rosa, otros se subían las medidas. Ése era
el momento en que los clavos de los estoperoles atravesaban la suela de los
zapatos de fútbol y punzaban la planta
del pie. Había justo unos minutos para buscar una piedra y golpear las
molestosas puntas de las tachuelas para evitar la incomodidad.
Allí frente
a frente, estábamos los jugadores de las series de segunda infantil de Atlético
contra Fanaloza. Los loceros exhibían sus albas camisetas de tafetán cruzadas
por una banda celeste en el pecho. Por órdenes estrictas del técnico (Don José)
nosotros nos distribuimos en el campo para presentar la mejor ofensiva o para
estructurar la defensa más firme. Al silbato del juez se inició el partido.
La pelota rodaba con dificultad sobre el terreno arenoso de la cancha de Gente
de Mar. A veces se encumbraba y había que saltar para cabecear y darle sentido
al movimiento del esférico. Entre tantas carreras de ida y venida podíamos ver,
de cuando en vez, que más público se reunía en la línea del tren. Más público,
más gritos, más tallas, más garabatos. “Corre cocido”, “corre fatiga”. Los que
gritaban no tenían idea de la mella que en los pies hacían las malditas
tachuelas mal remachadas de los chuteadores. De pronto un gol, después otro,
después un tiro desviado que pasó cerquita del arco y la pelota fue a dar a un
zanjón de agua servida que descargaba en el mar. Había que tener valor para
bajar a sacar la pelota mojada. Cada vez que ocurría eso, había que hacerlo. De
tantos viajes al agua pestilente, la pelota se ponía pesada y al tocar el suelo
se le adhería la arena. Un pelotazo en la cara en esas circunstancias era como
recibir una bofetada y quedar con ronchas por el resto del día.
Como había
jugadores en la banca que esperaban su turno, Don José, efectuaba cambios.
Mientras alguien sacaba la pelota del zanjón por enésima vez, me reemplazaron.
Salí caminando, cruzando el borde de cal
en la arena. Don José me felicitó y me pidió el equipo. Ahí mismo entregué la
camiseta y los pantalones. Pero, quien me sustituía no tenía chuteadores: le
pasé las medias de lana y mis chuteadores. Al poco rato lo vi sacándose los
zapatos y golpeando su interior con una piedra. Varios minutos después de producido
el cambio Don José estimó cambiar nuevamente y decidió otra modificación en el
equipo. Llamó al muchacho que me había reemplazado, me miró y me dijo: “tú
vuelves a la cancha”. (Entonces se podía regresar al campo de juego.) Cuando el jugador sustituto cruzó la línea de cal, me
entregó de nuevo el equipo. A todo esto, yo estaba sólo con mis calzoncillos, pero envuelto en una
frazada del club sentado en el borde de la cancha sobre uno de los botes
varados que servían de camarín, por cierto, mirando el partido. La camiseta devuelta
estaba mojada en sudor. El fría de la mañana de julio enfrió de inmediato la
camiseta y ponérsela en esas condiciones era un desafío. La carne de gallina.
Los pantalones blancos, mojados también y llenos de arena, las medias en las
mismas condiciones y los zapatos, rogando porque las tachuelas se hubieran
apaciguado.
El pitazo
salvador daba por finalizado el encuentro de la serie de segunda infantil entre
Fanaloza y Atlético. Los jugadores al borde de la cancha debíamos entregar
nuestros implementos: camisetas y pantalones a quienes jugaban de inmediato el
partido de la primera infantil. Los jugadores se ponían felices las camisetas
húmedas y los pantalones. Había que prestar las medias y los chuteadores porque
no todos tenían. Pero, en fin no había problemas, a aseguir divirtiéndose con
el fútbol. La instrucción del técnico era vestirse con la ropa de calle inmediatamente
y evitar el enfriamiento. No faltaban los valientes que en calzoncillos
cruzaban la playa corriendo y se daban el chapuzón en el mar. Los que teníamos
reparos no podíamos ser menos: al agua pato. Dos brazadas en el mar gélido y
lleno de algas y de vuelta a la arena.
Un buen trote final por la orilla permitía recobrar el calor corporal y que el
cuerpo se secara con el viento porque nadie había llevado toalla. Arriba de los
botes había que reconocer el ovillo de ropa propia, desenvolver y vestirse.
Como los calzoncillos estaban mojados debido al piquero, nos poníamos nuestros
pantalones a lo gringo. De vuelta al borde de la cancha a ver el segundo
partido de la mañana y a esperar de regreso las medias y los chuteadores. En
medio de los gritos de gol y los abrazos… Ah, y no había tomado desayuno.
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