sábado, enero 12, 2013

EL TRÁNSITO DE LOS PIES DESNUDOS A LOS ZAPATOS

          Era un niño montaraz que vivía en los faldeos de Villarrica. Su vida transcurría mayormente en los cerros. Bajo, grueso, aguerrido. Invierno y verano iba descalzo. Alguien lo motejó: «Pate'guala» (tal vez por huala, esa ave palmípeda de aspecto despaturrado) ¿Por qué el apodo? De seguro, porque no usaba zapatos. Usar o no de calzado era un referente que diferenciaba a los niños pobres de los más humildes en Penco. «Pate'guala» hacía su vida: callado subía por los cerros, cortaba leña y regresaba con su carga a la modesta casa donde vivía. Tenía un sweter azul que con tanto uso se había vuelto de tonalidad violeta. Por complexión era corto de talle así que el chaleco le caía como faldón sobre el mameluco de mezclilla. «El finao era más grande», le decían con sorna. Y él  no se inmutaba. ¿Era aquel un niño feliz como los demás? Difícil pregunta para responder respecto de un muchacho retraído y silencioso. Una pregunta todavía más compleja sería saber cómo se llamaba.
          Pero, su nombre estaba registrado en la escuela N° 31. Asistía a clases pero su vocación eran los cerros. Allí se manejaba con destreza: conocía todos los recovecos del monte, identificaba el trino de todas las aves del bosque las que parecían cantar para él, ponía huachis en las pasadas de los conejos (para cazarlos) y evitaba con sapiencia algún contacto físico con el litre para no enroncharse. A pesar de su familiaridad con las matas le sobrevenían las alergias cuando sin querer rozaba una de esas especies nativas que resultan ser tan ponzoñosas para algunos. «Pate'guala», como decíamos,  descalzo trepaba a los árboles para obtener frutos de los más altos o por el puro placer de llegar a las copas.
Norma Meza, recordada profesora de la
ex Escuela N° 31 de Penco.
         Volvamos a lo del colegio. Una vez su profesora, que probablemente pudo ser la señorita Norma Meza, ideó una táctica para que ese alumno anclara en la escuela y regularizara sus asistencias. Al fin y al cabo tenía que estudiar y prepararse para el futuro. Ella quería para él lo mejor, como buena maestra que era. Le encargó aprender de memoria una poesía para que la recitara ante el curso. Ésa era la treta. El niño respetuosamente prestó atención al trabajo que se le encargaba y no dijo ni sí ni no. La profesora apostó a que su táctica para lograr de él una mayor sociabilidad comenzaría a funcionar.
         Pero, lo concreto fue que nadie escarbó más en su silenciosa personalidad. Tampoco nadie se preocupó por averiguar por qué tenía pocos amigos, cuál sería la causa de su timidez o por qué su vida era más plena apartado de la vida en sociedad.
       Cada lunes a primera hora había un acto en el colegio. Los cursos se formaban ante el director del establecimiento y el cuerpo de profesores. Estos últimos aprovechaban la ocasión para que algún alumno hiciera una presentación ante todo el colegio: cantar, leer un texto, recitar. Entonces la señorita --quizá, como decíamos, Norma Meza-- se acordó del trabajo que le había encargado a ese niño: que se aprendiera esa poesía. Y previa consulta con el muchacho y verificar que venía preparado, anotó su nombre en la pauta del acto. El profesor que hacía de maestro de ceremonia comenzó a llamar al escenario a los estudiantes según la lista. Fulano de tal subió y cantó, aplausos; zutano subió y leyó un pasaje de la historia de Chile, aplausos; merengano  subió pronunció un monólogo, aplausos. Y le tocó el turno a nuestro personaje. El maestro de ceremonia lo llamó al escenario por su nombre…
       El «Pate'guala» dijeron a coro sus compañeros con sorpresa y algo de orgullo. El aludido estaba en la formación, pero al final. De modo que tuvo que recorrer un buen trecho para llegar al punto donde tenía que actuar ante la formación del colegio. Caminó rápido, seguro, con su sweter violeta, sus mamelucos y los pies desnudos. Cuando se paró para recitar su poesía todos pudimos ver sus pies grandes, sus empeines quemados por el sol o por las heladas y más arriba sus tobillos martirizados por las quilas o las zarzamoras de los bosques.   
       Se produjo entonces el típico silencio que otorga la audiencia al artista para que comience su rutina. Cinco segundos, diez segundos, veinte segundos, treinta segundos… El estudiante estaba ahí parado como una estatua, congelado, petrificado, con la mirada vacía y el rostro impertérrito. Los profesores se miraban entre sí, la señorita Norma lo alentaba con gestos, pero él no reaccionaba y los segundos seguían pasando, la formación habitualmente impaciente no se movía esperando oírlo. Hasta que por fin, como que el niño siguiera en el limbo frente a todos,  el maestro de ceremonia se acercó y le habló al oído. Entonces el alumno que estaba solo frente al mundo regresó sin decir palabra a su puesto al final de la fila de su curso. Luego de ese episodio, el muchacho se esforzó y con el firme apoyo de su maestra superó en parte la timidez y entró por el camino que le indicó su profesora. Años después, llevaba calzado y era todo un hombre.

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