La gracilaria chilensis –el pelillo– crecía como la mala
hierba bajo el agua, aferrada a la arena del fondo, desde la desembocadura del
estero Penco hasta isla Rocuant. En Playa Negra era un problema entrar al mar
sin enredarse entre tanta planta subacuática que ondulaba al compás de las
mareas y de las corrientes. El pelillo convertía al fondo marino cerca de la
orilla en una maraña de algas color café-rojizo y brillante. Era densa esta
pradera submarina que albergaba a peces y crustáceos a discreción. Hasta que
llegó la fiebre del pelillo.
Los investigadores descubrieron que la composición de la
gracilaria chilensis tenía cualidades útiles para aplicar en la industria de
los alimentos, la farmacopea y la cosmética. Del pelillo se extrae el agar agar,
elemento gelatinoso, transparente e insípido que permite espesar y dar consistencia
a otras substancias de uso cotidiano.
El pelillo aún sirve para obtener unos pocos pesos. |
A comienzos de los sesenta (1960) comenzaron las
exportaciones a países asiáticos, donde el agar agar es muy apreciado y en
Penco se instalaron empresarios que se dedicaron a comprar pelillo a los
recolectores para llevarlo al exterior. Lo compraban por kilo. Uno de estos
compradores, a quien llamaban el “conejo”, se instaló en Playa Negra. Tenía una
báscula y luego de pesar el pelillo seco lo pagaba. Y pagaba bien. En seguida
guardaba el producto en una casucha a la espera del camión que venía periódicamente
para llevarse la carga. El “conejo” armó toda la cadena de producción.
Era una excelente actividad en el verano para jóvenes pencones
interesados en ganar unos billetes para disfrutar la temporada. Así entonces el
pelillo comenzó a ser el objeto de búsqueda y acopio. La gente venía en bote. Y
desde sus embarcaciones extraía el pelillo del fondo usando largas varillas de
madera con un gancho en un extremo. Los que no tenían botes (entre ellos, yo),
atacaban desde la orilla adentrándose hasta que el agua les llegaba al cuello. Usaban
sus manos para enredar el pelillo entre los dedos y cortarlo. Después metían en
unas bolsas las algas arrancadas del fondo y se retiraban a la playa para
asolear el producto y secarlo. Bastaban un par de horas de lograr el propósito
y poder venderle el pelillo deshidratado al “conejo”.
Al pelillo nos íbamos en grupos. Llevábamos sándwiches
caseros y alguna botella de agua para pasar toda la jornada al otro lado del
Andalién. Todo el día al sol o bajo el agua sacando pelillo. Más tarde,
mientras las algas se secaban al sol abrazador del verano, los palilleros nos
jugábamos un partido de fútbol en la arena. Al caer la tarde, regresábamos a
casa con harto dinero en el bolsillo y por las noches, a comer un barros luco
con una cerveza en el Llanquihue de Concepción con parte de la plata recaudada.
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