miércoles, julio 10, 2013

ESE DESCONOCIDO PENCÓN, RECOLECTOR DE SECRETOS

      Aquel tipo andrajoso tendría unos 35 años, pero aparentaba más. Su pobreza la arrebozaba bajo un impermeable ocre lleno de manchas, sucio. Vestía siempre igual y su rostro dibujaba una sonrisa contenida. Usaba boina al estilo de los poetas porque algo de poeta debió haber tenido. Iba con una bolsa de mallas en la mano, de ésas que entonces la gente llamaba “pilgua”. Se lo veía solitario caminar lento por las calles de Penco y también en la estación ferroviaria porque era un pasajero frecuente del tren local. Iba de Penco a Tomé y vice-versa. En la ciudad textil también lo conocían. El tipo tenía una afición rayana en una sutil limitación mental; una afición extraña que sin duda, supongo, le insumía todo su tiempo. Recogía papeles del suelo o de los tachos, pero sólo aquellos que le prometían alguna sorpresa, en particular los que tenían algo escrito. Si bien esta conducta despertaba la curiosidad de la gente --¿qué andaría buscando?, ¿qué se le habría perdido?-- al final se convertía en compasión.
          Este hombre, cuyo nombre nunca supe, parecía una persona instruida aunque nadie lo vio desempeñarse en ninguna actividad intelectual, salvo sonreír y auscultar las veredas y los depósitos de basura a la búsqueda de algún papel interesante para él, hecho que no constituía oficio alguno. Cuando un papel botado le atraía, se agachaba, lo tomaba, lo desenvolvía, lo revisaba y luego lo guardaba en su “pilgua”. Imagine usted la cantidad de papeles que llevaba en esa bolsa. Cuando uno observaba de soslayo el contenido de su carga identificaba boletas de compraventa, entradas del cine, boletos de micro, trozos de diarios, boletos de la lotería, hojas de cuaderno manuscritas y otros documentos indescifrables. 
        Yo imaginaba el universo que se abría ante sus ojos cuando descargaba su bolsa sobre la mesa modesta de su casa. Pensaba que en ese momento mágico, él se sobaba las manos antes de comenzar a investigar los qué y los porqué de su botín diario. Y lo que venía a continuación: cuántos secretos se desplegaban para él, cuántos títulos de películas, cuántas compras grandes, pequeñas y detalladas, cuántos viajes realizados, cuántos diarios de vida en hojas rosadas, arrojados desde una ventana, cuántas declaraciones frustradas de amor, cuántos borradores que no cuajaron nunca en un texto final, cuánto dinero prometido por boletos de juegos de azar que se disolvió en la nada, cuántos sueños que el mismo recolector de papeles botados no pudo realizar jamás. Aunque muchos lo hayan mirado con la compasión con que se mira a un enfermo de la cabeza, aquel tipo sin amigos ni relaciones sociales conocidas supo más que ninguno de las alegrías y las penas de tantos pencones anónimos. Aquel tipo, de la manía de buscar y recoger papeles, desapareció de la ciudad y se llevó los secretos no revelados sin dejar rastro porque era solitario, retraído y autista.


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