jueves, octubre 08, 2015

UN MINERO DE CORAZÓN GRANDE EN PENCO

La casa del minero estaba por el costado izquierdo siguiendo el curso de la línea en el recodo del fondo.
       La vida de mucha gente en Penco, de aquellos años, fue una lucha por la supervivencia. Tal cual. Veamos uno solo de esos casos. El matrimonio de don Carlos y doña Margarita tenía numerosos hijos. Levantaron su casa sobre un lomo de terreno entre la línea del tren y la playa, un poco más al norte del final de calle Infante. La modesta construcción de cantoneras y tejas no tenía ventanas con vidrios, sólo unas tapas de madera, que ellos retiraban para ventilar las habitaciones, sólo por poco rato, porque el frío y el viento entraban inmisericordes. El piso consistía en tierra apisonada.  La casa se orientaba paralela al tendido ferroviario. Gracias a la elevación, si la hubieran construido perpendicular, un extremo podría irse de punta a la línea o, del otro lado, caerse de espaldas a la playa. No quedaba otra opción en una superficie tan estrecha emparejada con palas cuyo ancho sería de 7 metros. Sin embargo, así como estaba instalada permitía generar además un espacio para un gallinero y para una reducida huerta que se agarraba a duras penas de unas débiles terrazas en el flanco que miraba al mar. Por ese mismo costado los fieros temporales azotaban sin piedad la casa en aquellos inviernos, ¡qué inviernos!
         Como se verá, campeaba la pobreza en el seno de esa familia, pero no pasaban hambre. Ahí estaba el mar con sus mariscos, sus algas y sus pescados frescos. Sin embargo, eso es discurso,  porque para traer esos alimentos a la mesa había que meterse al agua, buscarlos y capturarlos; y sabemos que eso no es fácil. Del otro lado de la línea, estaba el cerro fuente de leña mayormente ganchos secos de pino y piñas; además de algunos escasos frutos estacionales como los hongos. Así de cruda era esa vida. Sin embargo, el matrimonio no sabía el significado de la palabra resignación;  porque para estar resignados primero había que conocer la riqueza, aunque fuera de lejos, y esta familia ni siquiera la imaginaba. Además el resentimiento social o el odio, que son emociones indignas estuvieron lejos de instalarse en esa casa.
       Si nos preguntamos por los servicios básicos, el agua para el consumo doméstico llegaba en baldes y en tarros, que el grupo familiar traía desde un pilón en la calle central de Cerro Verde Bajo, otras veces, para emergencias, lo conseguían en el matadero o en el club Gente de Mar. No disponían de energía eléctrica, se alumbraban con velas y chonchones de parafina. Los hijos del matrimonio, entre ellos 2 niñas de 10 o 12 años, asistían a la escuela de Cerro Verde. No eran niños o niñas tristes, más bien cualquiera podría juzgarlos tranquilos y muchas veces sonrientes gozando del amor de sus padres y de la plena libertad.
          Como lo hemos señalado en otros post, don Carlos trabajaba en la mina de carbón de Lirquén. Era un hombre de unos 40 años, de tez blanca, ojos claros, pelo algo claro y liso. Cuando iba a diligencias usaba un traje gris perla y una corbata delgada. Tenía buenos modales, ordenado, aunque sin formación escolar completa. Su familia era el centro de sus dedicaciones. Como todos los mineros, cada vez en turno, con su caso negro ajustado y la linterna frontal iba hasta el final de los largos pasadizos subterráneos debajo del lecho del mar donde estaba el frente a laboreo, quizá ni tan lejos de su casa, pero bajo tierra. Y eso tal vez don Carlos lo pensaba cuando arrancaba carbón mineral junto a los otros obreros a golpe de barreta de acero, encorvado, en la eterna oscuridad. En sus pocos ratos libres, el hombre las oficiaba de pescador usando un bote compartido con vecinos. Doña Margarita, pese a la limitación de tener un solo brazo, debido a un accidente, amasaba el pan para su familia; luego de liudarlo lo cocía en un horno de lata que casi se lo llevaba ese viento arrachado que soplaba desde el mar.
Los montículos entre la playa y la línea se observan al centro de la fotografía.
           Con el paso de los años, don Carlos dejó la mina y tal vez quiso dedicarse por completo a la pesca en la esperanza de seguir subsistiendo. Quizá no le fue bien en las faenas de mar como esperaba por lo que tuvo que ingeniarse otras opciones, él entendía que de eso se trataba la vida: pensar y pensar en dónde ganarse honradamente el pan. Así fue que se presentó en Fanaloza y se ofreció para servir de vigilante en el campo que la empresa tenía en la prolongación de los terrenos de la fábrica hacia el norte. Aceptaron su propuesta y comprobaron, además,  su probidad y sentido de respeto de la naturaleza. Por tal motivo, la familia tuvo que mudarse. Dejaron la casita situada entre la playa y la línea, y el grupo se instaló en una casa aún más rústica, pero nueva, hecha con la colaboración de todos, en una quebrada del cerro junto al sector de «algas de Chile», frente al cementerio parroquial al otro lado del camino a Lirquén. En esa depresión del campo existía una vertiente cristalina y escondida que generaba un hilo de agua el que iba serpenteando quebrada abajo para llegar a un zanjón cuyo cauce se dirige al mar y desemboca en Cerro Verde cerca de los puestos de ventas de pescados.  
            Un poco más abajo de esa fuente natural, don Carlos instaló su nueva casa. La vivienda elemental miraba al norte y la vista llegaba hasta los pinos del cerro de Lirquén donde se levanta la población Vipla, al otro lado del estrecho valle del zanjón. Entre su casa y el hilo de agua, don Carlos creó el espacio para una huerta. Nunca las lechugas, los tomates, las habas y los porotos se le dieron mejores y qué decir de los berros que crecían en forma natural todo el año gracias a la abundante humedad y la sombra de los árboles. Un poco más allá, cacareaban tres gallinas en el infaltable gallinero. La casa estaba formalmente instalada.
         Pero, llegar o salir de allí no era tan simple porque no había caminos, tan sólo dos accesos posibles. El primero consistía en una huella de ovejas y bueyes que nacía un poco más arriba del galpón de «algas de Chile». Si personas pensaban ir por ahí debían hacerlo en fila india, porque la senda era sumamente estrecha además había que protegerse del azote de las agresivas ramas de los matorrales circundantes sin contar el obstáculo de la fuerte pendiente. La segunda posibilidad era ingresar por el valle, en la parte baja del camino Penco-Lirquén, tomando a la derecha por un camino de tierra paralelo al zanjón. Si uno iba por ahí, había que ir muy atentos para no perder de vista la salida del hilo de agua y comenzar a subir en ese punto quebrada arriba entre los arbustos fijándose siempre en el curso de agua hasta llegar a la vertiente. Debido a estas dificultades siempre me pregunté cómo don Carlos llevó todos sus bártulos caseros hasta su nuevo domicilio. Pero, por sobre todo, me preguntaba si él se hallaba a gusto en su nuevo hogar, porque eso era puro ostracismo, había abandonado la urbe de Penco para enmontañarse, como si hubiera sido un ermitaño. Cómo habría impactado la mudanza en los sentimientos de sus hijos, cuán contentos estarían ellos lejos de sus amistades, cómo se las arreglarían para asistir a sus colegios. Hoy en día en la zona donde se instaló hay más viviendas, pero para entonces eso estaba en los extramuros,  «fuera del mundo civilizado».
         El caso que he narrado aquí y que conocí de cerca es un testimonio que involucró, de uno u otro modo, a muchas familias modestas de Penco de entonces. Para esa gente la vida humilde y el amor familiar no fue otra cosa que una dura lucha por sobrevivir dignamente.     

     

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