Foto referencial obtenida de www.fogonvirtualscout.com. |
La
jefatura habló con don José Pérez, cuidador del fundo Landa, para que nos dejara
entrar a ese campo, ubicado a la salida de Penco por el camino a Concepción,
para actividades escautivas por veinticuatro horas. La autorización formal fue
concedida por la Refinería, propietaria de ese predio así como del fundo
Coihueco, Trinitarias y Cosmito. Cerca del mediodía de ese caluroso verano de
1957, unos veinte muchachos pertenecientes a la «Legrand», entramos marchando con
nuestras mochilas, báculos, carpas, un par de trompetas, un tambor, un fondo
con su tapa y otros pertrechos. Lo hicimos por la puerta que da al camino
público, donde entonces había un letrero hecho de madera que decía «Fundo
Landa». Luego de unos trescientos metros de caminata por una suave pendiente
llegamos al lugar donde nos instalaríamos: un descampado perfectamente circular
de una media hectárea. Alrededor había un bosque: pinos, eucaliptos y algunos
árboles nativos. Antes de iniciar cualquiera acción, la jefatura nos advirtió
de no encender fuego, que estaba autorizada sólo una fogata común en el centro
de ese espacio circular, por lo que las carpas se levantarían en derredor.
Una
vez que el campamento estuvo armado, los
muchachos pudimos participar de las distintas actividades recreativas propias
de un grupo scout. Hasta que vino la tarde y cayó la noche y con ella llegó el
hambre. Afortunadamente, la cocina había funcionado muy bien gracias a la
participación de tres diligentes scouts designados para esa labor. Estos nos
habían solicitado temprano los alimentos no perecibles que incluía la lista de
las cosas que había que traer de la casa. Demás está decir que cada cual
llevaba lo suyo. Algunos traían porotos, otros garbanzos, los más habían llevado
arroz. También se veía en la mesa de la cocina varias latas de salsas de
tomates y los infaltables tallarines. Los cocineros picaron la cebolla, pelaron
algunas papas y lavaron las verduras…
A la
hora de la cena, la comida estuvo lista. Para recibir la ración era necesario hacer una fila y llevar el plato y la cuchara. Esa noche a la lumbre de las
llamas de la fogata, había expectación por la comida preparada nuestros
compañeros. El jefe se acercó a los cocineros y conversó con ellos brevemente.
Nosotros mirábamos a cierta distancia. Los encargados sacaron el fondo
hirviendo del fuego y se dispusieron a repartir la comida. Pero, antes, el jefe
pidió un aplauso a esos muchachos por la aplicación y el cariño que habían
puesto en la preparación. Terminados los largos aplausos, el jefe les dijo a los
cocineros que informaran a la tropa de
qué se trataba el plato de esa noche, especialidad de la casa…
De
los tres, el más chico entregó la esperada información: «Atención tropa de la
‘Legrand’, para esta noche de campamento los cocineros les hemos preparado un
rico, un exquisito, un inigualable me-nes-trón», dijo el scout separando las sílabas y terminó así su corto informe en voz alta. Y comenzó el reparto de las porciones. ¿En qué
consistía el mentado menestrón? Pues, que los cocineros echaron en el fondo todo el
comestible reunido de la tropa al que le agregaron agua del estero Landa (muy limpia en esos años), lo cocieron por un
par de horas, lo aliñaron y listo. Así cada plato reunía todo tipo de cereales
y legumbres cocidas, tallarines, un caldo espeso y hartas verduras, cuyos detalles no se veían en la noche. Los jefes de patrulla informaron al final
que nadie había comido nunca un menestrón tan delicioso como aquel. (Es lo que hace la
fuerza del hambre).
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