La enseñanza de
entonces se basaba en la memoria, había que memorizar. El registro de lo leído
debía quedar grabado en la cabeza. La educación exigía capacidad y rapidez de respuesta, lo más
próximo posible a los textos originales. En aritmética, por ejemplo, había que
saberse las tablas de multiplicar hasta la del doce. En estos entrenamientos para
agilizar la memoria y obtener respuestas certeras a buena velocidad, el
profesor usaba, a modo de ejemplo, una pelota. La dirigía hacia un alumno tal, lo nombraba, éste la
atrapaba en el aire y venía la pregunta: “¡siete por ocho!”. Respuesta
inmediata: “¡cincuenta y seis!”. “Muy
bien, López”, por ejemplo. Y el alumno López devolvía la pelota al profesor, quien a
su vez la lanzaba en otra dirección. Y así.
Ésas eran técnicas
empleadas en la sala de clases para poner a prueba la memoria. Por tanto el
alumno tenía que memorizar y conseguir que su cerebro diera respuestas automáticas.
Por eso, hacia fin de año, cuando se acercaba la época de exámenes, los alumnos
preocupados estudiaban en los lugares clásicos de Penco, en la plaza y en la
playa. Para tal fin se levantaban muy temprano. Iban allí con sus cuadernos o
sus libros y leían en voz alta, caminando. Era como recitar. Repetían lo leído,
algunas veces a ojos cerrados o mirando al cielo.
Como eran tantos
los jóvenes que se veían en actitud de estudio, a veces pasaban muy cerca unos
de otros así que era posible escuchar lo que hablaban para sí mismos en voz
alta. Unos se acercaban a la orilla del mar y hacían dibujos sobre la arena
húmeda de gráficas de partes del cuerpo humano para ensayar su capacidad de recordación. Algunos anotaban
ecuaciones o los nombres de los elementos químicos de la tabla periódica. Los
menos copiaban fórmulas físicas; más allá se veían grandes corazones con
nombres y flechas atravesadas. Los jóvenes usaban la orilla, con su arena fina y mojada, como un pizarrón para verificar lo aprendido o dejar mensajes
amorosos.
Cuando el sol comenzaba a iluminar de
lleno la playa, los estudiantes poco a poco se retiraban a sus domicilios, a tomar un desayuno. En la arena quedaban los dibujos de biología, las
fórmulas y ecuaciones, las tablas periódicas, los corazones y los nombres de
los enamorados; anotaciones que el suave oleaje de la marea pencona pacientemente se
encargaba de borrar.
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