domingo, octubre 08, 2017

LOS GITANOS GOZABAN SU SENTIDO DE LIBERTAD EN PENCO

     
Foto tomada de www.elciudadano.cl
                        El día menos pensado, avanzada la primavera, llegaban los gitanos con sus carpas listadas, sus camioneta con carrocerías hechizas; las mujeres con sus largos vestidos floreados y chalas de medio taco; los hombres con sus sombreros, los mostachos y los dientes metálicos; y los niños sin peinarse ni bañarse por muchos días… Llegaban metiendo ruido y hablando ese idioma ininteligible que llaman romaní y que dicen tiene raíces en el sánscrito original, considerado aquél una de las lenguas más antiguas del mundo, y que floreció en el norte de la India.
                        A Penco venían familias completas si no tribus gitanas las que se desplegaban en los sitios baldíos que los había hartos en la comuna. Por ejemplo, montaban sus carpas en la manzana donde después se levantó la población Perú; en otros lugares desocupados de esos años, como como en la esquina de Freire con Yerbas Buenas, frente al Menaje Lina. La gente miraba a los gitanos con cierto recelo, pero no los rechazaba, porque no estarían ahí por mucho tiempo. O sea, los soportaba. En un par de semanas partirían hacia otros pueblos y ciudades siguiendo su tradición nómade.
                      Como grupos humanos cerrados, los gitanos mantenían sus costumbres, su cultura, sus cantos, sus bailes y sus usos. Por ejemplo, hacían fiestas a media tarde con altavoces. Cuando las cortinas de sus carpas estaban levantadas se los podía ver bailando, fumando, conversando o bebiendo. Las mujeres daban pasos y taconazos contra el piso alfombrado. Con la boca bien pintada, largos aros en forma de argollas, pelo suelto ensortijado a moños opulentos. Los gitanos exhibían grandes anillos con formas de tuerca, uñas largas, zapatos puntiagudos, pantalones desplanchados, chaquetas a rayas y sombreros de ala corta. Bailaban y bailaban haciendo palmas y bebiendo. Eran fiestas a plena luz del día y de frente a los sorprendidos pencones que miraban con ojos cautelosos. Pero, en el fondo, admiraban a los gitanos por esa vida sin ataduras a ningún lugar.
                              El resto de la jornada, las mujeres la dedicaban a atender sus niños, a ir por las calles ofreciendo ver la suerte y hablando un castellano rudo y golpeado para hacerse entender. Los hombres revisaban sus vehículos y vendían relucientes ollas hechas a golpe de martillos de láminas de cobre. Hasta que un día cualquiera, se iban y llegaban otros.
                            Estos nómades de la modernidad ya no enfrentan los mismos problemas de aquellos pastores que en la antigüedad arreaban sus animales para encontrar nuevos pastos. Entonces, los pueblos sedentarios, preocupados de sus cultivos,  los miraban con sospecha y los correteaban usando sus herramientas de hierro. Por el contrario, en Penco nadie los rechazaba  así que por un par de días, los gitanos podían bailar y cantar su libertad en suelo pencón.

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