Aparte de dedicarle mucho tiempo a
conversar sobre política, su auténtica pasión, don Roberto Martínez era un emprendedor
independiente dedicado a hacer obras de albañilería en Penco, actividad a la
que entonces se le llamaba contratista. En su carpeta de tareas se enumeraban murallas de separación, techos, algunos tramos menores de alcantarillado
y sepulturas. Para responder a solicitudes de algún cliente, don Roberto armaba
su equipo y convocaba a sus obreros según el volumen o la especialidad del
requerimiento. Por amistad, cualidades, cariño o reconocimiento don Roberto
llamaba en primer lugar al maestro Perico y su secretario el «Pirata». Así los
identificaba él mientras supervisaba las pegas. Pero, en realidad el titular
era Perico porque al «Pirata» no le daba para maestro, alcanzaba sólo para ser el aprendiz.
Perico (nunca supe su nombre) era un
tipo alto, de buena contextura, pelo ondulado y canoso, de unos 55 años, seriote
y trabajólico. La mayor de las veces iba con un overol de mezclilla. Conocía
todos los secretos de las proporciones de las mezclas del cemento, la arena y
el agua. El «Pirata», un poco más joven, más bajo, pelo rubio oscuro, ancho de
espaldas, tenía dentadura completa y boca grande. Con frecuencia reía a
mandíbula batiente con picardía. Era seco en el manejo del chuzo, la picota y
la pala. Cuando don Roberto no tenía pega para ellos, ambos se ganaban la vida
como pescadores y mariscadores porque vivían en Cerro Verde Bajo.
El mayor número de solicitudes de
clientes se centraba en el cementerio: hacer mesas, construir mausoleos
familiares, de esos con tragaluz circular a los que se les instalaban marco y
vidrio catedral. Al «Pirata» le encargaban construir los moldes en madera
consistentes en ruedas que se instalaban durante la obra para conseguir ese
tipo de ventanas. Una vez fraguado el cemento se retiraba el molde con fuertes golpes de combos y
ahí quedaba el agujero perfecto mirando al cielo en la parte superior del muro del mausoleo… El «Pirata» celebraba lo que le correspondía de esa pega con una estruendosa risa, como era su costumbre. Don Roberto
regalaba las ruedas en desuso las que servían como tarimas para instalar árboles de
Navidad.
En una ocasión tuvieron que
construir una obra de «ingeniería mayor» en Penco sin el concurso de ingenieros, por cierto:
una conexión de alcantarillado de unos 70 metros en línea recta, por consiguiente,
trabajo bajo tierra. El «Pirata» echó los bofes con el chuzo, la picota y la
pala para hacer el herido donde se tenderían los tubos e instalarían las
cámaras de descarga. Mientras el maestro Perico verificaba con plomadas y
lienzas la suave pendiente que debía tener la obra para que las aguas avanzaran
por gravedad sin volverse, el «Pirata» observaba callado, se escupía las manos
sin guantes de protección, agarraba el chuzo y proseguía cavando. De vez en
cuando una taza de harinado con vino tinto le devolvía las fuerzas. Así don
Roberto y sus trabajadores hicieron la pega y el municipio recibió la obra
sin objeciones al término de dos meses de trabajo. Después, que ese nuevo alcantarillado hubiera funcionado según se esperaba... bueno, será tema de otra crónica.
El maestro Perico y el «Pirata» recibieron su paga y regresaron a la querencia como don
Quijote y Sancho haciendo comentarios pletóricos de orgullo por todo lo realizado. Eso sí, antes del
habitual «calabaza» pasaron a empinar el codo y proseguir la conversación donde
don Orito, el amigo bodeguero de la orilla de la línea del tren ahí en Cerro
Verde Bajo.
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