Las radios de esos años
rara vez difundían canciones en otro idioma que no fuera en español.
Tonadas, tangos, boleros y marchas conformaban las parrillas de las
emisoras comerciales. Las interpretaciones más solicitadas
por las audiencias eran de Lucho Gatica, Antonio Prieto, Raúl Shaw
Moreno, Violeta Parra, Sonia y Miriam, Ester Soré, Carmencita Ruiz,
Carlos Gardel, Guadalupe del Carmen, Enrique Balladares, Monna Bell,
etecétera. En realidad los discos de esos cantantes no eran
solicitados por el público, salvo en programas especiales, era la
oferta que hacían los discotecarios orientados por su intuición₁.
Hasta que irrumpieron masivamente los cantantes extranjeros y las
canciones de otras partes del mundo. ¿Y qué pasó entonces? Que de
a poco, pero de repente comenzamos a acostumbrarnos a oír música
popular en lenguas distintas. Edith Piaf, Johnny Halliday, Gilbert
Bécaud (franceses); Doménico Modugno, Adriano Celentano, Mina,
Paolo Conte (italianos); Franz Reuther, Wolf Biermann (alemanes).
Sin embargo, lo que
cambió todo y puso el mundo al revés fue la llegada incontenible de
los intérpretes y cantautores angloparlantes: Presley, Franklin,
Halley, Berry, Lee, Anka, etc. Con toda esta enumeración más la del
párrafo anterior, las audiencias locales tuvimos que amoldarnos a
escuchar muy buenas creaciones musicales populares, pero nadie
entendía nada. Nunca supimos qué decían las letras de esa
canciones, a diferencia de las que se cantaban en castellano.
Los jóvenes tararéabamos
e imitábamos los sonidos vocales de esos discos pero el asunto era
ininteligible. Con otros compañeros de curso del Licero Vespertino
conversábamos esta dificultad con la profesora de inglés, una joven
de apellido Rubio, que vivía en la Población Perú. Y ella nos
motivaba a que tradujéramos con su ayuda. Algo aprendimos, pero el
trabajo era demasido, las canciones eran muchas y cada mes había más
estrenos, y cuál todavía mejor. No, intentar traducir así no se
podía. ¿Si no entendíamos ni un rábano de lo que decían las
letras, por qué nos gustaban y seguíamos oyéndolas incluso más
que aquellas en nuestra lengua? Con los años di con la
respuesta.
La voz es un instrumento
musical, por eso cantamos y podemos incluso hacerlo sin articular
palabra, emitiendo puros sonidos. Si, por el contrario, habamos a
nuestro discurso agregamos en forma natural algo de musica, por
ejemplo, en las preguntas, en las respuestas, en la risa o el llanto.
Sin contar que añadimos acentos locales, zonales o nacionales.
Enfrascados en una conversación nos preocupamos de los contenidos,
pero también oímos la musiquita disfrazada en la prosodia que
usamos.
De este modo al escuchar
la canción que nos gusta en un idioma que no conocemos, nos agrada
por la música, por el ritmo, por la voz o las voces. El cantante
ejecuta con maestría el instrumento de su voz y las palabras se
convierten en rasgueos, toques, golpes, silencios. Las frases
funcionan como arpegios, compaces. Los versos originales de su lírica
no contienen significados para nosotros. La voz humana es la
vibración maravillosa de un instrumento vivo manejado por el artista
que la posee y que se traduce en pura música. La semántica no
cuenta.
Si nos interesa
investigamos, averiguamos y traducimos, afloran los significados del
verso, los que agregan otra dimensión. Pero, el impacto emocional de
la primera vez, permanece, la traducción no lo modifica.
He ahí mi hipótesis de
por qué seguimos oyendo canciones populares que nos gustan en otros
idiomas. La razón es puro agrado porque nos recuerda algún momento
feliz o una etapa linda de la vida, como la juventud por ejemplo. Los
versos están vacíos de significado y a nadie le importa. La canción
queda grabada en nuestra memoria para siempre. Mmmm, no siempre.
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