jueves, marzo 25, 2021

LAS BUENAS TORTILLAS CON AJÍ Y OTRAS HISTORIAS PENCONAS

          Podríamos hablar de las costumbres penconas y también de sus reveses.

      El tren chillanejo que pasaba por Penco minutos después del mediodía en particular los sábado traía comerciantes de productos comestibles de todo tipo. Entre ellos, las vendedoras de pan amasado y tortillas que abordaban el tren en Dichato o en Menque. Las mujeres bajaban al andén en la estación de Penco y vendían durante los minutos que el tren estuviera detenido. El trabajo era rápido porque la demanda así lo exigía. Las vendedoras ofrecían a los clientes agregar ají molido adobado con cilantro y sazonado que ellas llevaban en un plato. A veces, la gente hacía cola. En una ocasión la señora Inés Braun con unas visitas aprovecharon la pasada del chillanejo para comprar ese pan, de fama sabroso, luego de disfrutar de unas horas matinales en la playa. Recibieron su pan envuelto en un papel y vieron que detrás de ellas el maquinista del tren esperaba su turno. Era un gigantón de pelo desordenado y gruesos bigotes, sus guantes de carnaza engrasados los tenía debajo del brazo. El hombre tomó su pan y agarró rudamente la cuchara del plato, le echó dos cucharadas de ají y una tercera cucharada se la llevó a la boca y de ahí la devolvió directo al plato... Esta acción carente de toda delicadeza de parte del maquinista resultó traumática para la señora y sus visitas. Ya nunca más pensaron en agregar de ese tipo de ají a sus panes, según comentaron mucho después.

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        El fundo Coihueco tenía un cuidador, un señor de apellido Troncoso, quien residía en las casas que había junto al antiguo

molino, situadas en una pequeña loma al final de la calle Maipú, más allá del último puente sobre el estero Penco. Troncoso recorría el predio en su hermoso caballo alazán, cerro arriba y cerro abajo en su función de cuidador. Agreguemos que tenía un perro por compañía, ¡cómo no! Nos cuentan, como parte de la anécdota, que esta persona tenía una afición a beber. Si en alguna oportunidad se le pasó la mano, no lo sabemos. Así que omitiremos ese detalle para no ofender gratuitamente su memoria. Dicen, que el perro cuidaba los intereses de Troncoso y su caballo cada vez que, digamos, se prodigaba un poquito en las copas. El can no dejaba que nadie se acercara a su amo hasta que aquel recuperaba la compostura. Pero, había algo más. En una ocasión estando en una propiedad allá por el cerro Copucho y cuando quiso regresar, Troncoso tuvo que subir con ayuda de otras personas a su alazán. Y he aquí que el caballo no quiso salir del lugar. Nuestro hombre balbució que había que darle un poco de vino a su cabalgadura. Así lo hicieron. Y sólo cumplido ese requisito, el alazán inició “engallado” su regreso a Penco. O al menos eso se contaba.

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       Había casas que disponían en su patio trasero de un horno de barro. Si bien no todos tenían este implemento para cocinar, no era

una rareza en Penco. A sólo algunos pasos de mi casa, una familia había construido uno y lo usaba con poca frecuencia. Ese horno descansaba sobre una plataforma con cuatro postes. El domo quedaba a un metro de altura. Se operaba de la siguiente manera. Se hacía fuego en su interior y se le agregaba harta leña. Al cabo de un rato, el horno se calentaba de tal forma que la cara interior de los ladrillos adoptaba un color blanquecino. Entonces se retiraban las brasas y se barría la base con una escoba de ramas. En seguida se ubicaban los panes, las empanadas o el trozo de carne según fuera el caso. La única puerta del horno de cerraba con una lata y sobre ella se ponía un pedazo de saco mojado. Lo demás era cosa de esperar un rato y retirar los productos cocidos o asados, listos para consumirlos.

       Una familia de apellido Gajardo era la propietaria del horno que menciono. Ellos no tenían problema en facilitarlo a sus vecinos más cercanos cuando éstos estaban de antojos de comer empanadas cocinadas en horno de barro. Sin embargo, hubo que echarlo abajo por dejarle la pasada a un desagüe en construcción. Los albañiles —el maestro Perico y su ayudante el Pirata— no lo pudieron salvar pese a todos sus esfuerzos tanto por hacer el ducto como para no tocar el horno que se interponía en la línea del desagüe. Fue una lamentación.

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Comentario: estos relatos los preparamos con el aporte de Manuel Suárez, secretario de la Sociedad de Historia de Penco.

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