IMAGEN REFERENCIAL tomada de Internet y modificada con Photoshop. La flecha indica la trompa donde se generó la «pana». |
El último tren de pasajeros, el tomecino, pasaba por Penco a las 10 de la noche con destino a Concepción. Era un convoy de tres vagones arrastrado por una locomotora a vapor y casi siempre llevaba pocos viajeros. Los más se bajaban en la ciudad pencona y esas personas eran mayormente trabajadores de las fábricas textiles y estudiantes locales del liceo de Tomé. Luego de permanecer en la estación dos o tres minutos la locomotora lanzaba un silbato como el aullido de un perro asustado y salía resoplando del recinto ferroviario con sus vagones y con un número aún más reducido de pasajeros. El tomecino no tenía el encanto del chillanejo ese otro tren que pasaba un poco más temprano, lleno de vida, de luces, de comercio y de jolgorio porque venía viajando de más lejos. Ir a ver la pasada del ramal a la estación pencona era una fiesta de saludos, recibimientos y abrazos.
Una noche de invierno de 1961 subí al tomecino, el último tren de la noche, en Tomé para regresar a mi casa y que llegaba a Penco a las 10 PM. Los vagones oscuros y fríos tenían sus ventanas cerradas y los vidrios empañados por fuera y por dentro, evidencia de la baja temperatura afuera y adentro. La hora de salida para Concepción era unos minuto después de las 9 de la noche. Llegado el momento el convoy inició el recorrido traqueteando sin apuro para cerrar la jornada como todos los días. Un viaje cargado a las tristezas porque, como decíamos, los aplausos se los había llevado el chillanejo una hora y media antes, después la gente se retiraba y las estaciones quedaban desiertas. Quizá por ese motivo los pasajeros del último servicio bajaban somnolientos y con las manos vacías a los andenes desocupados. Así terminaba en Penco una jornada habitual del tomecino que seguía viaje a Concepción, para regresar con destino a Tomé al día siguiente a las 7:30 AM. Pero la vía férrea del ramal Penco-Rucapequén no quedaba del todo en paz. De madrugada pasaban convoyes de carros de carga arrastrados por locomotoras todavía más ruidosas, sepa Dios adónde irían o qué transportaban.
Vuelvo con mi narración sobre mi experiencia. Aquella noche desde mi asiento solitario mientras el tren avanzaba me dediqué a mirar a través de esos vidrios empañados algunas luces temblorosas que apenas brillaban en la otra orilla de la bahía. Pasamos el túnel de Punta de Parra sin siquiera darme cuenta porque la oscuridad era igual tanto adentro como afuera...
Por fin ya muy cerca de las 10 de la noche llegamos a Lirquén. Sin embargo, sucedió que la detención ahí se hizo eterna, se prolongaba. Por la ventana vi que varias personas caminaban con cara de preocupación por el andén hacia la locomotora, entre ellas al conductor responsable. Me asomé a la puerta y vi que esa gente conversaba junto a la máquina. Bajé y fui a averiguar. Tren en «pana», la trompa metálica estaba hundida, deformada y trabada contra los durmientes. Nadie dijo cuál pudo ser la causa, pero sin duda se debió a que el tren golpeó contra algo en la vía que abolló la reja delantera de hierro de la máquina seguramente cerca de la curva de La Cata.
Desde la estación de Lirquén yo podía haber caminado a mi casa directamente en Penco, distante unos 3 kms. pero la oscuridad, la posible lluvia y la soledad del campo arredraron mi ánimo, y no me quedó más que esperar a que se resolviera el problema. En efecto, el maquinista, el fogonero, el conductor y otra gente forcejeaban por turnos para enderezar la trompa. En el esfuerzo por destrabarla se ayudaban con una enorme barra de acero, la que usaron como palanca. La estructura torcida debía quedar levantada para poder continuar viaje. Finalmente se logró el propósito y el conductor gritó «¡Todos al tren!», hizo sonar su pitazo y el tomecino retomó su marcha. Habían pasado un par de horas, por eso a Penco ese tren llegó pasadas las 12 de la noche. Muchos vecinos se habrán preguntado por qué tan tarde y nadie informó por cierto, además los que sabíamos éramos no más de tres pasajeros aburridos y adormilados. De ese episodio absolutamente intrascendente han pasado sesenta y tantos años y después de todo ese tiempo yo recién le gano al pecado de la pereza y decido contarlo.
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