El fuego –la llama directa o las brasas– servía para entibiarse, para tomar un café y para cocinar. Esta técnica indispensable, a la vez que tan antigua, era la condición de esos años para los usos y las costumbres alrededor de la gastronomía pencona. El fuego directo, al igual que un millón de años en el pasado, era la herramienta y la fórmula para procesar los alimentos. No había gas en ninguna de sus presentaciones actuales, ni hervidores con enchufe, ni hornos de microondas, ni cocinas con platos eléctricos. Sólo fuego de leña, de carbón vegetal o de carbón mineral. ¿Incidía esta técnica ancestral en los tipos de comidas? ¡Sí, claro que sí!
El fuego directo generado por leña de bajo rendimiento calórico permitía asar carnes con tal parsimonia que las grasas escurrían, se quemaban y el resultado era un asado de carne magra, sabrosa en su punto y algunas veces crujiente. Era el caso típico de los asados de cordero. Igualmente hay que reconocer que los pencones no consumían cordero con mucha frecuencia por falta de plata, pero cuando una buena pierna ovejuna llegaba a la casa, bastaba con ponerla en un azafate, llevarla al horno y esperar por un par de horas a que estuviera lista para servirla a la mesa. Era el beneficio de ese fuego que hemos enunciado más arriba. Hoy en día con el consumo de gas o electricidad en las cocinas, las grasas de las carnes como las de cordero no terminan por abandonar el músculo y el resultado es áspero al paladar. Quizá ésa sea una de las razones por lo raro de que haya cordero para el almuerzo. En la actualidad el gas y la corriente han contribuido a cambiar los hábitos, todo se hace más fácil, más cómodo. No hay que esperar mucho rato a teteras «sordas» sentadas sobre las brasas para un café. En menos de tres minutos el hervidor lo resuelve: café caliente, té aromático servido en la taza.
Los combustibles que se usaban antes (aunque siguen vigentes para empleo alternativo) generaban comparativamente menos calor. Sin embargo, esta característica era parte de sus ventajas, hemos mencionado que fundían muy bien las grasas de difícil digestión. Además el humo agregaba algo de sabor, en especial la leña nativa; el boldo por ejemplo daba ciertos tonos sutiles de gusto y olor en las cocinas. Y, a su vez, el carbón vegetal producía brasas de calor homogéneo, ideal para calcular los tiempos de cocción. Sólo que el carbón de piedra era el menos recomendable por su alto poder calorífico que arrebataba las comidas al cocerlas con demasiada rapidez. Y un efecto colateral era que el exceso de calor fundía las latas o los fierros de braseros y cocinas convencionales.
Como hemos demostrado, los cambios en las tecnologías para calentar los hogares y para cocinar modificaron los usos y las costumbres. En este siglo XXI hay gas domiciliario o en balones, energía eléctrica constante (no hablaremos de precios). Mientras que en el siglo pasado, la antigua condición generaba otras actividades económicas: la venta de carbón vegetal voceado por las calles del pueblo por vendedores que llevaban el producto en sacos sobre carretas tiradas por bueyes. Y en ese mismo medio, otros vendedores ofrecían leña seca de bosque nativo ya fuera en varas de dos metros o en astillas listas para el consumo. Por esa razón, entonces los almuerzos tenían el sabor de antaño con un dejito de humo; todo el menú se procesaba en casa, desde matar un chancho, freír chicharrones, despellejar un conejo, pelar o desplumar un pollo con agua caliente, destripar un pescado a deshojar choclos para cocer humitas al fuego de las llamas anaranjadas de aquellos combustibles elementales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario