En la puerta del estadio de la Refinería, en la calle Talcahuano al llegar a Las Heras, yo apretaba entre nervioso y alegre al mismo tiempo la
pequeña bolsita del cocaví que me habían preparado en casa “porque la tarde es
larga”, me dijeron. Eran los días de la primavera de 1957. Allí esperaba
ansioso que apareciera mi profesor, quien me había invitado a ver el partido de
esa tarde: Fanaloza y Universitario. Y mientras aguardaba, ubicándome exactamente en el
lugar donde él me había indicado, yo miraba en todas direcciones. Entre tanto,
la gente hacía colas frente a las dos ventanillas que había en la muralla a
cada lado de la puerta principal, para adquirir sus tickets. De reojo vi hacia
adentro que las aposentadurías estaban colmándose de público por esa fiesta del
fútbol que se avecinaba en Penco. La calzada de la calle Talcahuano estaba
congestionada de personas esperando el momento de poder ingresar. Incluso había
aficionados parados en la línea del ferrocarril refinero que ocupaba toda la
franja del frente del estadio. Un par de micros de la base naval permanecían
estacionadas en la esquina de Las Heras, habían llegado minutos antes con
hinchas del puerto. Otros aficionados se instalaron en la loma del sitio baldío
al otro lado de la calle Talcahuano para ver el partido desde esa altura por
encima del muro del estadio. Igual cosa pasaba en la calle O’Higgins esquina de
Membrillar desde donde también se veía el campo de juego pero algo más lejos.
Estos espectadores de fuera de la cancha veían solamente la mitad del terreno deportivo y lo sé porque varias veces miré desde ahí…
Hasta que por fin apareció mi profesor, quien con una agradable sonrisa
me saludó de mano y me invitó a que nos acercáramos a la puerta para entrar.
Cuando llegamos al control, él mostró una credencial e ingresamos. Mi profesor,
el señor Héctor Espinoza, se desempeñaba como corresponsal de deportes del
diario El Sur en Penco y era el responsable de cubrir para ese medio el
partido. Caminamos por detrás de las gradas del lado
“Pacífico” y llegamos al acceso de la tribuna. Por primera vez ingresé con toda
propiedad a ese sitio exclusivo, privilegio de quienes podían pagar una entrada
para estar ahí. De modo que por primera vez también pude ver todo el partido
desde la estratégica ubicación de los periodistas bajo la marquesina de la tribuna.
Y yo pensaba que todos mis amigos deberían estar sentados allá al frente en la
galería asándose bajo el sol.
El profesor Héctor Espinoza ejercía también como corresponsal de El Sur. |
En el intertanto, veía que mi profesor tomaba notas en su
cuaderno, como si fuera un alumno de colegio, apoyado en una superficie
especialmente destinada para este fin en el mismo centro de la tribuna. Él
miraba el partido y escuchaba a las personas que hablaban en voz alta mientras
se desarrollaba el match y también conversaba con ellas. Un encopetado caballero
de la Refinería, que estaba cerca, le dijo al señor Espinoza: “Se nota la
superioridad del puntero del campeonato, este rival no tiene por dónde…” Esa
persona se refería al dominio de Fanaloza, líder de la competencia regional,
sobre Naval de Talcahuano. Mi profesor, ahora como reportero, oía el comentario sin apartar su mirada sobre el campo de juego. Miraba su reloj y
escribía. Cuando vino el descanso del entre tiempo el profesor me dijo que si
yo quería podía salir de la tribuna. En realidad, él me estaba dando la opción
de que yo desenvolviera mi bolsa y atacara con dientes y muelas mi sándwich.
Así lo hice. Él compró dos bebidas y me extendió una. Ahí “brindamos” en medio
del cuchicheo de la gente.
El profesor Héctor Espinoza. |
El viernes anterior a ese domingo, mi profesor intuyó que a
mi me interesaba ir a ver ese partido de fútbol. Y, por tanto, habló conmigo y
me invitó al estadio. Me dio instrucciones precisa para juntarnos y no
perdernos en la multitud de gente. Así que feliz yo comuniqué en mi casa eso de
la invitación y el domingo con mi mejor traje, peinado a la cachetada y con un
delicioso sándwich en una bolsa de papel me junté con mi profesor. El señor
Espinoza era una persona de sonrisa fácil, muy comunicativo y entre sus pares
gozaba de ser un prestigioso profesor de castellano. Decían que su fortaleza
era un acabado conocimiento y dominio sobre los verbos del idioma de Cervantes.
Tenían una bella caligrafía y hablaba pausadamente. Las publicaciones
deportivas en el diario llevaban su firma. Así que además de excelente maestro
tenía el título de corresponsal.
Todo el público volvió a sus puestos, cuando el árbitro dio
el pitazo para el reinicio del segundo tiempo. A mí ya se me había acabado mi
pan, pero me quedaba bebida. Debía ser muy cuidadoso y no beber más rápido que
el profesor. Así que me concentré en el partido el que terminó con un triunfo
locero. Los parlantes del estadio comenzaron a difundir marchas militares
alusivas a la Guerra del Pacífico, como cada vez que finalizaba un partido, mientras
el público ordenadamente salía por la puerta de calle Talcahuano y por una
salida para vehículos abierta para hacia calle O’Higgins, frente al edificio de
la administración de la Refinería.
Allí en medio del gentío nos despedimos con el profesor,
quien me dijo que tenía que irse a su casa a preparar el informe para el
diario. Conversó con un fotógrafo que se le acercó, seguramente para hablar de
imágenes del partido. Al momento de separarnos me recordó que teníamos que
revisar tareas el lunes en la mañana en la escuela.
Esa tarde regresé a casa con unos amigos que encontré a la
salida y con quienes conversamos sobre las mejores jugadas: la personalidad de
Peyo Chúcaro para contener a los rivales, las voladas de Onofre Pino, el
guardavalla locero, los pases bien calculados de Montoya…
Subimos la colina de Las Heras, cruzamos calle Membrillar, y
desde lo alto vimos la quietud del mar de Penco, al
norte se observaba la suave saliente de Cerro Verde y más allá el talud distante de Punta
de Parra. Al frente de la bahía, el horizonte lucía como siempre: recordado por
el filo de la isla Quiriquina. Esa noche en casa escucharon mi relato de los
pormenores del partido y mi experiencia de espectador empingorotado en la
tribuna del estadio de la Refinería, con toda tupé sentado al lado de mi profesor,
respetado corresponsal deportivo.
Con el señor Espinoza continuamos una amistad
de profesor-alumno por algún tiempo. Después lo perdí de vista, hasta que al cabo
de muchos años recibí sorpresivamente una carta suya en mi trabajo en Santiago. Me decía que
estaba jubilado y que vivía en Talcamávida. Respondí esa nota prometiéndole una
visita. Hasta que tuve la ocasión de hacerlo; me dirigí a Talcamávida y comencé
a averiguar dónde encontrarlo, quienes lo conocieron me
informaron de su reciente muerte. No tuve la ocasión de estrechar su mano de
nuevo.
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