La casa del doctor Suárez y la señora Inés Braun, en la calle Penco N° 260. |
Antes de tocar el timbre en la casa del doctor
Suárez –en ese tiempo- había que pensarlo dos veces. Se venía encima una conjetura: ¿Y si abre Clara? Te podía
llegar un reto en el acto. Incluso antes de intentar explicar la razón de haber llamado a la
puerta. Ya diré el porqué. Pero, si en vez de Clara aparecía Flora, cero problemas. Olga, en
cambio, rara vez dejaba su máquina de coser para ir a ver quién venía y a qué.
Pero, había que cumplir la misión. No quedaba más remedio que tocar el timbre…
y esto fue lo que ocurrió:
CLARA asomó en la puerta indignada porque el
timbre se había quedado pegado y el niño que esperaba en la entrada, asustado
por la expresión de desagrado de la mujer, no lograba entender por qué al pulsar el
botón la chicharra se quedara metiendo sin parar ese tremendo boche. Clara manipuló el
interruptor y el ruido dentro de la casa cesó de inmediato. Entonces se dio
vuelta y miró al niño directo a los ojos y con voz golpeada le dijo: «¡Qué
quieres!» Ella no estaba enojada, era su carácter duro por fuera. Pero, para
sus adentros, ocultaba un corazón tierno. Clara Vergara era activa, rápida, hacendosa y
temida (por los niños). Puro respeto.
FLORA había desarrollado una maestría para
hacer dulces. Inigualables eran los picarones que ella cocinaba con dedicación
y particulares toques personales. Aquellos buñuelos inmersos en almíbar eran la
debilidad del doctor. Su habilidad innata para la repostería la había
complementado con la enseñanza muy cercana de la dueña de casa: Doña Inés
Braun. Flora Hidalgo hablaba poco, a diferencia de Clara, tenía un carácter suave,
aunque no por eso menos personalidad. Usaba un moño en la nuca y su pelo negro entreverado
de canas le daba el aspecto de una mujer madura y simple. Tanto Flora como
Clara eran querendonas con los niños, pero cada una a su manera.
OLGA era la más joven de la tres. Tenía una
sonrisa afable y su personalidad quieta la reflejaba como una mujer frágil y
algo tímida. Siempre estuvo dedicada a lo suyo: las costuras. Desde niña le
gustó la moda y estudió en Penco para ser modista. Eran los años en que ese
oficio tenía mucha demanda, al igual que los sastres ya que no había irrumpido
aún la tendencia del prêt-à-porte esa ropa que se vende en tiendas lista para
vestir. Su dedicación y meticulosidad por la costura le significó un espacio
importante en la casa del doctor. Esos menesteres allí no faltaban. Qué mejor
para Olga Velásquez estar cerca de Flora, su tía y de Clara, una conocida de años.
Clara, Flora y Olga conformaron una trilogía de
personajes, que por trabajo, abnegación, lealtad, cariño y solidaridad se ganaron
el reconocimiento de mucha gente en Penco, en particular de los dueños de casa
ahí en calle Penco 260 y de quienes visitábamos la residencia de los
Suárez Braun. Importante es destacar que las tres mujeres estaban integradas a esa
familia pencona. El cariño y la estimación eran recíprocos.
La señorita Flora a la izquierda de la foto, Donato Suárez Braun, la señora Inés Braun y el doctor Emilio Suárez. |
Clara Vergara provenía de una familia pencona y
era la mayor de la mencionada trilogía. En ausencia de doña Inés Braun, ella
asumía el liderazgo y como para esa función la autoridad no le faltaba, la
cumplía a cabalidad. Frente a los niños era una mujer «mandona», rayaba la
cancha e imponía las reglas y ¡ay! de quien las trasgrediera. Su presencia era
vital para imponer orden en un lugar tan atractivo para muchos niños como los
jardines interiores de la casa. Ella, muchas veces, cumplía el rol de una
segunda mamá. Firme también era Flora, pero cumplía su papel con bajo perfil.
Se concentraba en su devoción por preparar ricos platos y postres siguiendo las
instrucciones de doña Inés. Flora había nacido en Santa Juana y, con el fin de
buscar nuevos horizontes, emigró a Penco. Llegar a esta ciudad a ella le
significó cruzar el río Biobío en bote hasta Talcamávida, porque el puente estaba en Concepción y el camino hacia esa ciudad no era
apto; la gente de Santa Juana tenía mejor acceso hacia Coronel, cruzando los
cerros. Pues bien, en Talcamávida tomó el tren para Concepción y de ahí a Penco en el mismo medio. Flora –o mejor dicho la señorita Flora-- se vino a vivir con sus
parientes, la familia Velásquez, a la que pertenecía Olga. En Penco halló
trabajo en el Club Social, un restaurant renombrado de los tiempos anteriores
al terreno de 1939. Allí profundizó sus conocimientos de cocina junto a la
maestra del rubro, una señora de apellido Canales. Después encontró trabajo
para el servicio doméstico en la casa de los Suárez Braun, donde fue muy bien acogida.
Pasaron los años y ella llegó a ser considerada como decíamos, una integrante
más de esa familia igual que Clara y Olga. Porque así era el trato que el
doctor Emilio Suárez y doña Inés daban a la gente que trabaja en su casa.
Inolvidables para Donato y Manuel, hijos del
matrimonio, fueron los cuentos que Olga les leía junto a la cama en aquellos frías
noches de invierno en especial cuando algunos de ellos caía resfriado. La
lectura de la Cabaña del Tío Tom era tan vívida en el relato de Olguita que a
los niños la emoción los embargaba mucho más que ver una película.
La señora Inés quien brindara respeto y cariño tanto a Olguita, Clarita y la señorita Flora en el seno de su familia. |
La personalidad de la señorita Flora, siempre
parsimoniosa, tenía un límite. En una de las frecuentes reuniones sociales en casa del doctor hubo
más concurrentes que las personas invitadas. Un grupo de conocidos de la casa llegó de sorpresa. Entre estos últimos había un par de niños. Esta inesperada situación tensionó los ánimos en la cocina donde había que resolver rápido. En la emergencia los niños fueron ubicados en una mesa exterior. En el comedor
principal se encontraban los dueños de casa e invitados importantes más los recién llegados. Uno
de esos niños, con una buena dosis de falta de respeto, actuó de mala manera en
presencia de la señorita Flora: metió un dedo en el bol del postre para
probarlo. Había terminado de hacerlo cuando Flora le dio con el cucharón en la
cabeza para castigar su mala educación. El afectado comenzó a llorar, pero
mejor se contuvo. El incidente no llegó a los oídos del doctor ni de los padres
del afectado. A partir de ese momento el pequeño intruso miró con más respeto a
la señorita Flora.
Las historias de estas tres mujeres ejemplares,
cuyas vidas no figuran en la literatura local, son muchas y de lo más
entretenidas. Ahora cuando sucesivamente se fueron y ya no están con nosotros,
merecen este recuerdo y este reconocimiento por su extrema bondad, lealtad y
amor por los niños de entonces, incluidos tanto los hijos de los dueños de casa, como por aquellos
que llegábamos tímidamente de visita. Demás está recordar que en la puerta cruzábamos los dedos para que el timbre no se quedara pegado e importunar una vez más a Clarita.
----
Nota de la editorial: la información y las anécdotas protagonizadas por estas tres mujeres así como las fotografías que acompañan este texto fueron proporcionadas por Manuel Suárez Braun y por Cristina Suárez Ferrada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario