LA PELUQUERÍA JIMÉNEZ ESTABA EN el edificio que se alcanza a ver detrás del poste de alumbrado junto al paso del ciclista, en calle Freire a pasos de Maipú. |
Pudo ser la peluquería más ondera*,
más rimbombante de Penco en los años 50, además por ser la más céntrica, por su
empapelado que hemos descrito y por quienes prestaban el servicio de cortar el
pelo a una siempre concurrida clientela: el señor Jiménez y don Crispín. Un
gran espejo estaba pegado al muro, dos sillones giratorios enfrentaban a un
mesón y el espejo. El mobiliario lo completaban tres o cuatro sillas, de
espaldas al muro que daba a la calle, en las que esperaban su turno clientes
que se embarcaban en conversaciones con los peluqueros y con quienes en ese
momento recibían las atenciones del corte de pelo. El espejo servía además para
enlazar las miradas de los ocasionales contertulios. Una luz solitaria caía
sobre esta escena en la mitad del recinto pendiendo del cielo raso por medio de
un largo cordón. La claridad se concentraba gracias a una pantalla de enlozado
como un lavatorio invertido, la que dejaba a oscuras el cielo y sus pobrezas
como las tablas desclavadas de las vigas. Esa pantalla atenuaba también el
molestoso color rojo de los carteles propagandísticos.
Quienes fueron y fuimos clientes
del señor Jiménez y don Crispín compartimos aún algunos recuerdos de sus modos
y costumbres. Jiménez, por ejemplo, era un fumador empedernido. Hacía su trabajo con el
pucho en la boca, el que tendía a desaparecer debajo de su espeso bigote.
Descuidado como él sólo, porque la columna de ceniza de su cigarrillo caía
sobre la capa blanca de la persona con el pelo a medio cortar. Si se disculpaba, no se le entendía. No tardaba un minuto en encender otro y la rutina se repetía.
Con una mano sujetaba la peineta; con la otra, la máquina de cortar que se
accionaba como una tijera (no eran eléctricas). Así, no podía sostener el cigarrillo
mientras trabajaba. A ello, agregue usted el efecto del humo picante en sus ojos. En esa condición aplicaba la navaja sobre
las patillas del cliente con los ojos lagrimeando y semi cerrados. Jiménez tenía una voz
pastosa y grave.
El número 2 de la peluquería era
don Crispín. Padecía de rosácea, que le alcanzaba la nariz y los pómulos. Su
pelo ensortijado presentaba el aspecto de una permanente. Y sus ojos chicos
tenían la esclerótica rojiza, como consecuencia de la enfermedad, cuyo origen los
clientes atribuían a su hábito de beber. Incluso, decían, que mejor era no
entablarle conversación para no recibir el impacto de su hálito. Pero, fuera
de esas consideraciones menores, Crispín era un peluquero de mano firme y buen gusto en el corte.
Hubo también otros peluqueros en
Penco que merecen la pena mencionarlos, al menos. Estaban los hermanos Sanzana,
con su negocio por Freire pasado Mebrillar. Por la misma vía había otra que la
atendía Luis Bustos, hermano del sastre. Y, por cierto, el inolvidable
peluquero de apellido Ochoa, que atendía en calle San Vicente. Cuando, en mi
caso, mi pelo estaba muy crecido, mi querido tío Antonio, me decía con una
cuota de disimulo y un sonrisa pícara apenas dibujada en su rostro: «¿Por qué
sería que ayer mi amigo Ochoa me preguntó por ti?».
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* Ondero (a): (adj.) moderno, estiloso, «cool».
* Ondero (a): (adj.) moderno, estiloso, «cool».
Relato preparado con el aporte de Manuel Suárez.
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