Junto al muro recortado del lado derecho de esta foto estuve una vez mirando el quehacer en la boca de la mina de Lirquén. |
Había un penetrante
olor a aceite industrial quemado. El ruido de la máquina que arrastraba un
cable de acero a media altura sobre rieles de trocha angosta en pendiente no
tenía ningún compás. El zumbido concomitante estaba en todas partes dentro de
la edificación de ladrillos y hormigón bajo la cual uno de sus muros mostraba
un enorme hoyo de medio arco donde se iniciaba el pasadizo del que emergía el
cable: la boca de la mina. No sé por qué razón, entonces un niño como yo estaba
ahí apegado a una muralla interior mirando con los ojos bien abiertos ese
barullo de apariencia caótica. Alguien me saludó en ese ambiente desde una cierta distancia. Y ahí reconocí a mi
amigo Juanito Montoya, quien con un manchado overol de mezclilla azul atendía
la faena en la boca del chiflón. Llevaba puestos unos guantes de carnaza que
parecían demasiado grandes para sus manos, pero que le servían perfectamente para desenganchar
los carros del cable que los arrastraba en la subida y desviarlos por otra
trocha a nivel. Así que las vagonetas de fierro seguían su marcha por inercia y se
iban juntando varios metros más allá por el desvío. Si alguien no cumplía esa
función, los carros de seguro irían directo a chocar contra
la máquina empotrada cuya enorme rueda jalaba ese cable sin cesar.
Aquel era un
trabajo de esclavos, que exigía concentración, habilidad y rapidez para echar
los carros por el desvío. En tal circunstancia yo no podía entablar una
conversación con Juan como era mi deseo, ya que él era un tipo agradable y
educado que siempre tenía tema y nunca segregaba a los niños en las tertulias.
Vivía en Lirquén con sus padres y hermanos en la población del recinto mina al
lado de la playa. Fuera de su trabajo vestía traje de calle, de tonalidad
oscura a rayas de confección local, camisa almidonada y corbata angosta como
era la usanza. Verlo allí cumpliendo esa labor no se parecía en nada al hombre
bueno para la conversación. Así que ahí a la salida o a la entrada de la mina
alcanzaba a decir sólo un par de palabras mientras desenganchaba un carro, lo
empujaba por la segunda línea, y hacía lo mismo con los que seguían. En esa faena no tenía descanso, porque el convoy que emergía de la profundidad resultaba ser interminable.
Me pareció
extraño que la carga que vi ese día no era carbón, como yo esperaba, sino
material de desecho, vigas, maderas y otros objetos. Tampoco vi a nadie que hubiera venido de pasajero viajando a la superficie desde allá abajo. Me dijeron que los mineros
usaban esos carros como medio de acercamiento hacia el frente de laboreo. También
decían que los que bajaban se despedían de la luz del sol al ingresar en la
eterna oscuridad, para ellos así era este mundo por dentro. Al
poco rato me despedí por señas de mi amigo Juan, quien al parecer lamentó también
no haber podido entablar una conversación por razones del trabajo. Para
entonces él debió tener unos 35 años.
Salí de ese
lugar de regreso a Lirquén por una calle adoquinada en suave pendiente que por
el lado poniente tenía casas muy sólidas que se erguían en altura sobre una
terraza cuyo muro sería de unos 2 metros. Y por el otro lado había una hilera
de árboles junto a la vereda. Los árboles estaban en la base de un talud de
material proveniente del fondo de la mina y de escoria cuyo amontonamiento lo
habían emparejado para habilitar arriba una cancha de fútbol, la cancha del
club «Minerales», de la empresa. Esa calle empalmaba con un tendido ferroviario
que se dirigía al muelle y si uno giraba a la derecha a poco andar cruzaba la
línea del tren Concepción-Chillán y llegaba a la estación de ferrocarril de
Lirquén. Por ahí transitaban los mineros del carbón, seguramente a lo ancho de
la calzada de adoquines, a cada cambio de turno.
Mientras
caminaba por esa calle solitaria no olvidaba la imagen de los carros saliendo
cargados de cachureos. ¿Tanto material inservible se podía juntar como
consecuencia de la explotación carbonera? Un equipo de mineros recogía toda la
basura en la oscuridad y aprovechaba el convoy metálico para despacharla a la
superficie.
Años después oí
otros relatos tristes de trabajadores. Cuando un accidente fatal se
desencadenaba en las profundidades, los cuerpos eran traídos afuera en esos
carros, seguramente rodeados por sobrevivientes tal vez de las mismas
tragedias. Allí en el punto donde se desempañaba Juan Montoya, probablemente
los recibían los familiares, sus viudas en medio de escenas de llanto y
desolación. Hubo explosiones por concentración de grisú en la mina de Lirquén,
episodios que no sabemos que estén documentados hoy en día. Pero, nombres de
víctimas se conocen, por ejemplo Luis Ramírez, un minero de Cerro Verde, muerto
en un estallido subterráneo. El padre del ex jugador de fútbol de Penco Pedro
Avendaño, murió en otro suceso parecido en la mina de Lirquén. Y así, con
seguridad otros tantos.
La empresa
minera optó cambiar de giro allá por 1950 en vista del poco futuro del carbón,
la alta competencia con su impacto en los precios y el avance de los motores
alimentados por petróleo. Por eso, sus propietarios decidieron alargar el muelle
por el que se despachaba el carbón en lanchones y remolcadores hacia los buques
y abrirlo a actividades comerciales multi propósito. Por tal motivo en el mes de
diciembre de 1958 la mina de Lirquén cesó sus actividades. La empresa tuvo una
muy buena excusa para el cambio: la mina comenzó a inundarse. Se hicieron
ingentes esfuerzos para retirar el agua con bombas y mangueras de los bomberos.
En eso se trabajó por meses día y noche. Pero, la inundación de las galerías resultó
incontrolable. Al poco tiempo la entrada del chiflón fue tapiada.
Las poblaciones de los mineros en el recinto mina junto al puerto de Lirquén. |
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