Jilguero chileno. Foto de José Cañas, sitio web Aves de Chile. |
Estallaba con fuerza la primavera
de 1957. Tiempo de cazadores. De pájaros. Pero, no para matarlos. Para algo
peor: encerrarlos en jaulas estrechas y maltrechas. Ni hondas ni piedras se requerían para el despreciable propósito. Una red e implementos menores bastaban para la tortura de
esas avecitas inocentes. Crueles eran los niños de Penco. El viento se había
llevado lejos los párrafos de «Los cazadores crueles» de Gabriela Mistral, que días
antes con tanto sentimiento les leyera a esos bribonzuelos la profesora. En la 31.
El niño Santana, con aires de
capitán, ordenó. Mañana a las 6 de la mañana. A la hora en punto nos juntamos
tres. Santana, Víctor y yo. Me tocó llevar lo más pesado, la jaula. Toscamente construida
con madera —pasada de agua— y un entramado irregular de alambres oxidados. La oreja para
agarrarla me rebanaba los dedos. Envuelta en una lona Santana llevaba la red y
la soguilla. El timbel (*) en la otra mano. Los bolsillos de los pantalones
llenos de pan. Partimos.
Llegamos a la cima del camino a
Lirquén en el sector del cementerio. Giramos a la derecha, subiendo por el
actual algas de Chile, que entonces no existía. Puro campo, puro aire diáfano
como el cristal, recién rayando el sol. Centenares de pájaros celebraban la
primavera con sus trinos y vuelos ordenados y desordenados. Una pequeña pampa
se abría orientada al norte antes de caer fuertemente al valle que antecede la
subida del hospital.
Aquí es, dijo el capitán. Los
tres miramos el entorno y tomamos una estrategia. Santana pidió una piedra que le sirviera de martillo. Tenía que fijar las estacas en el pasto. Extendió la red que él había
tejido con hebras de seda color marrón. La dejó tensa entre las estacas. Alargó
por 40 metros la soguilla. En el otro extremo de la red, al final de la línea
nos instalamos los tres, semi escondidos en un arbusto. Ambushed. Santana olvidó dos cosas, en la primera acción, de las cuales
se lamentó. Porque del cielo se dejaron caer decenas de jilgueros matinales
curiosos. Y perdió la partida, porque no había regado con alpiste el sector de
la red. Tampoco usó el timbel, pero en este caso porque todavía no había capturado ni un pájaro para someterlo como carnada. Hasta que cayó uno.
«Este pájaro tiene cerca un nidillo suave, que con afán y dedicación tejió esta primavera. En el nido hay dos hijos, hermanos de la estrella y de la flor».
Nos resonaba lejana la voz de nuestra profesora leyendo a Gabriela.
Con destreza Santana ató la torpe avecilla capturada al
timbel y nuevamente, instalados en nuestro puesto
de comando. Santana jalaba
periódicamente el timbel y el pobre pájaro atado al mecanismo piaba de dolor. Bajaban decenas, seguramente a prestar ayuda o a curiosear. Qué onda. Entonces, Santana aprovechaba su ardid, tiraba de la soguilla y al cerrarse la red, a lo menos 8 quedaban atrapados entre los hilos
de seda y el pasto. Nos íbamos corriendo a recoger el botín. La jaula se hizo
chica. Pero, una vez prisioneros entre los alambres, los bulliciosos jilgueros guardaban
silencio. La cacería terminó a las 11 de la mañana. Santana era un conocedor de esta
técnica y de la conducta de las aves «hay que venir más temprano». En el
regreso, a través de los burdos alambres, se veían los plumajes verde
tornasol.
Y de nuevo nos penó Gabriela:
«El ciego cazador que ha roto
esta ala fina no sabe que mandó a morir a tres divinas gargantas, a cantar
destinadas, desde un árbol, el gozo de vivir».
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(*) Timbel: burdo mecanismo de palanca hecho con alambre grueso que se usaba como una campana accionada
a distancia, salvo que no había tal campana sino un pájaro.
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