Una vista del balneario de Punta de Parra. (Foto tomada del sitio web www.chilesorprendente.com.) |
En ese paradero de tren
ubicado en medio del campo al lado de la playa y cerca del túnel no bajaba
nadie. Tampoco había nadie en la casucha del andén construida de madera y planchas de zinc para brindar protección ¿a las ánimas? por
si llovía. La soledad era absoluta. Incluso había gente que decía sentir miedo ante el sólo hecho de pensar en bajarse ahí y quedar varado en la nada, sin nadie en los alrededores a quien pedirle auxilio en caso de necesidad.
En cambio, la estación de Penco, estaba siempre concurrida. El primer tren
Concepción-Tomé que se detenía en Penco a las 07:30 de
la mañana, dejaba y tomaba una buena cantidad de pasajeros y partía para llegar a su destino en la ciudad textil pasado las 8, invierno y verano, lloviera o tronara. Pues bien, este
tren matinal trasladaba trabajadores, estudiantes, gente que
comerciaba y también servía a las pequeñas empresas locales. Una
de las que usaba esta ventaja del servicio era la Panadería Jofré,
tradicional amasandería industrial pencona, de muy buen nivel, y que
fuera propiedad de don Armando Jofré Suazo, quien además se desempeñara como alcalde por
un período (1938-1941). La panadería abastecía los requerimientos de la
comuna, incluidos Lirquén y Cerro Verde, pero también atendía
pedidos fuera de Penco.
Gracias a sus contactos
sociales, su prestancia y su ojo para los negocios, don Armando logró
un contrato con la Armada para entregarle pan de su panadería a la guarnición de
la Defensa de Costa, con asiento en los altos de Punta de
Parra, Tomé, donde existía un fuerte con cañones para proteger a la bahía en caso de guerra. Para ese fin, a Jofré el tren le venía como anillo al dedo.
En Penco ofrecía el
trabajo que consistía en ir a dejar el pan al fuerte a adolescentes capaces de asumir la
responsabilidad, principalmente estudiantes. Así el joven repartidor de turno se presentaba a las 6 de la mañana en el local donde le entregaban
un enorme canasto circular de mimbre con asas, colmado de pan
caliente, tapado con manteles de algodón hechos con las bolsas de
harina, y luego salía de la panadería a la estación distante a 3 cuadras. Allí dejaba el
canasto con pan caliente en el piso y compraba un boleto en tercera
clase. El tren llagaba resoplando (locomotora a vapor) justo a la hora y el muchacho --como muchas otras personas-- subía con su canasto preocupado de que los manteles permanecieran en su sitio para llevar el pan bien tapado y mantenerlo
calentito el mayor tiempo posible. Durante el trayecto iba mirando alternativamente hacia afuera a través de la ventanilla y a los otros viajeros del vagón sin descuidar su canasto. Rara vez se encontraba con alguien conocido. En Lirquén, parada breve y seguimos. El convoy
rumbeaba por la sinuosa línea de la costa. Los pasajeros tenían
para sus ojos todo el paisaje de la bahía cada mañana desde los tiesos asiento de tercera. El túnel.
Desde el otro lado comenzaba a verse Tomé. La locomotora resollando
seguía el trazado ferroviario apegado al cerro. Una curva a la derecha servía
para circunvalar una rada sin nombre. Después venía un tramo recto
y ahí estaba el paradero de Punta de Parra. Cualquiera persona que
se hubiera asomado a la ventanilla vería un andén desierto sin
pavimento y la casucha. Antes del pitazo del reinicio de la marcha, aterrizaba un canasto y en un segundo aparecía el muchacho a cargo que lo agarraba y se lo echaba al hombro. En ese paradero no bajaba nadie. De tarde en tarde descendía un militar,
quizás. El tren partía hacia Bellavista y Tomé.
El joven repartidor se
armaba a valor y tomaba el sendero de tierra colorada a través de un
bosque de pinos. Era la misma caminata que hacían los uniformados
asignados a la guarnición que usaban el tren. Pura subida. Se
traspiraba para alcanzar el fuerte de Punta de Parra situado en la elevación a poco más de
150 metros de altura. El adolescente entregaba su canasto de pan en
la cocina del recinto militar, donde lo esperaban con una sonrisa
entre cañones de gran calibre y puertas de hierro.
Para regresar, tomaba el mismo sendero, pero ahora cuesta a abajo, con el
canasto y los trapos harineros en una sola mano. No había apuro,
porque el tren que salía de Tomé hacia Concepción vía Penco, pasaba a
las 10 AM por Punta Parra y aún faltaba para las 9. Había que esperar en solitario una hora
más o menos, bajo la casucha si comenzaba a llover o caminando un
ratito por la playa si brillaba el sol, por lo demás se veía de
lejos el tren aproximándose. Entre chirridos de fierros y chorros de vapor de la locomotora, «el
tomecino», como llamaban a
ese tren local, se detenía junto al andén. Apenas el
repartidor tiraba el canasto a la plataforma y subía de un
brinco, el convoy retomaba la marcha. De nuevo el túnel, después la
parada en Lirquén. Por fin la estación de Penco. El joven
estudiante, luego del tour matinal, entregaba su canasto vacío en
la panadería... hasta el día siguiente en que de nuevo sería el único pasajero en bajar del tren en Punta de Parra. El reloj que había en el concurrido negocio pencón marcaba las 11 de la mañana con 2
minutos.
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