jueves, enero 30, 2020

LA ESTACIÓN DONDE NO BAJABA NADIE

Una vista del balneario de Punta de Parra. (Foto tomada del sitio web www.chilesorprendente.com.)

          En ese paradero de tren ubicado en medio del campo al lado de la playa y cerca del túnel no bajaba nadie. Tampoco había nadie en la casucha del andén construida de madera y planchas de zinc para brindar protección ¿a las ánimas? por si llovía. La soledad era absoluta. Incluso había gente que decía sentir miedo ante el sólo hecho de pensar en bajarse ahí y quedar varado en la nada, sin nadie en los alrededores a quien pedirle auxilio en caso de necesidad.
      En cambio, la estación de Penco, estaba siempre concurrida. El primer tren Concepción-Tomé que se detenía en Penco a las 07:30 de la mañana, dejaba y tomaba una buena cantidad de pasajeros y partía para llegar a su destino en la ciudad textil pasado las 8, invierno y verano, lloviera o tronara. Pues bien, este tren matinal trasladaba trabajadores, estudiantes, gente que comerciaba y también servía a las pequeñas empresas locales. Una de las que usaba esta ventaja del servicio era la Panadería Jofré, tradicional amasandería industrial pencona, de muy buen nivel, y que fuera propiedad de don Armando Jofré Suazo, quien además se desempeñara como alcalde por un período (1938-1941). La panadería abastecía los requerimientos de la comuna, incluidos Lirquén y Cerro Verde, pero también atendía pedidos fuera de Penco.
         Gracias a sus contactos sociales, su prestancia y su ojo para los negocios, don Armando logró un contrato con la Armada para entregarle pan de su panadería a la guarnición de la Defensa de Costa, con asiento en los altos de Punta de Parra, Tomé, donde existía un fuerte con cañones para proteger a la bahía en caso de guerra. Para ese fin, a Jofré el tren le venía como anillo al dedo.
        En Penco ofrecía el trabajo que consistía en ir a dejar el pan al fuerte a adolescentes capaces de asumir la responsabilidad, principalmente estudiantes. Así el joven repartidor de turno se presentaba a las 6 de la mañana en el local donde le entregaban un enorme canasto circular de mimbre con asas, colmado de pan caliente, tapado con manteles de algodón hechos con las bolsas de harina, y luego salía de la panadería a la estación distante a 3 cuadras. Allí dejaba el canasto con pan caliente en el piso y compraba un boleto en tercera clase. El tren llagaba resoplando (locomotora a vapor) justo a la hora y el muchacho --como muchas otras personas--  subía con su canasto preocupado de que los manteles permanecieran en su sitio para llevar el pan bien tapado y mantenerlo calentito el mayor tiempo posible. Durante el trayecto iba mirando alternativamente hacia afuera a través de la ventanilla y a los otros viajeros del vagón sin descuidar su canasto. Rara vez se encontraba con alguien conocido. En Lirquén, parada breve y seguimos. El convoy rumbeaba por la sinuosa línea de la costa. Los pasajeros tenían para sus ojos todo el paisaje de la bahía cada mañana desde los tiesos asiento de tercera. El túnel. Desde el otro lado comenzaba a verse Tomé. La locomotora resollando seguía el trazado ferroviario apegado al cerro. Una curva a la derecha servía para circunvalar una rada sin nombre. Después venía un tramo recto y ahí estaba el paradero de Punta de Parra. Cualquiera persona que se hubiera asomado a la ventanilla vería un andén desierto sin pavimento y la casucha. Antes del pitazo del reinicio de la marcha, aterrizaba un canasto y en un segundo aparecía el muchacho a cargo que lo agarraba y se lo echaba al hombro. En ese paradero no bajaba nadie. De tarde en tarde descendía un militar, quizás. El tren partía hacia Bellavista y Tomé.
           El joven repartidor se armaba a valor y tomaba el sendero de tierra colorada a través de un bosque de pinos. Era la misma caminata que hacían los uniformados asignados a la guarnición que usaban el tren. Pura subida. Se traspiraba para alcanzar el fuerte de Punta de Parra situado en la elevación a poco más de 150 metros de altura. El adolescente entregaba su canasto de pan en la cocina del recinto militar, donde lo esperaban con una sonrisa entre cañones de gran calibre y puertas de hierro.
         Para regresar, tomaba el mismo sendero, pero ahora cuesta a abajo, con el canasto y los trapos harineros en una sola mano. No había apuro, porque el tren que salía de Tomé hacia Concepción vía Penco, pasaba a las 10 AM por Punta Parra y aún faltaba para las 9. Había que esperar en solitario una hora más o menos, bajo la casucha si comenzaba a llover o caminando un ratito por la playa si brillaba el sol, por lo demás se veía de lejos el tren aproximándose. Entre chirridos de fierros y chorros de vapor de la locomotora, «el tomecino», como llamaban a ese tren local, se detenía junto al andén. Apenas el repartidor tiraba el canasto a la plataforma y subía de un brinco, el convoy retomaba la marcha. De nuevo el túnel, después la parada en Lirquén. Por fin la estación de Penco. El joven estudiante, luego del tour matinal, entregaba su canasto vacío en la panadería... hasta el día siguiente en que de nuevo sería el único pasajero en bajar del tren en Punta de Parra. El reloj que había en el concurrido negocio pencón marcaba las 11 de la mañana con 2 minutos.

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